(En el Día del Libro, Renato Cisneros comparte recuerdos de sus bibliotecas)
Hace dos meses, de visita en Lima, me quedé en casa de mi madre. Uno de los días de mi estancia lo dediqué íntegramente a limpiar el cuarto del sótano donde la mayoría de mis libros descansa en enormes cajas de plástico. Abrí uno por uno esos recipientes y fue como hallar, diseccionadas, retazos de un mismo cuerpo. También fue como desenterrar un tesoro que, pese al tiempo transcurrido, no ha perdido sino incrementado su valor. Mi vieja biblioteca estaba allí y fue imposible no recordar la época en que su presencia multicolor, con cientos de volúmenes de tamaño desigual, ocupaba tres paredes de mi departamento.
En aquel tiempo los anaqueles de mi biblioteca me hacían pensar en bocas. Bocas dentadas. No era una asociación gratuita. Pensaba que si la dentadura de un individuo, brinda información sobre su salud, su biblioteca da pistas acerca de su personalidad. Pensaba –y aún pienso– que el carácter de una persona se revela no solo en los títulos que posee, sino también en la forma en que estos han sido dispuestos: si están colocados al azar o por orden alfabético; si están contenidos en gavetas o regados por el suelo; si están bien mantenidos o maltrechos.
Hasta hoy mantengo la costumbre ordenar los libros no según temas, géneros, años de publicación, ni sellos editoriales, sino en simple orden alfabético, usando como referencia el primer apellido de cada autor. Al repasar los nombres y evocar los rostros de esos hombres y mujeres tiendo a imaginarlos juntos. Escritores y escritoras de diferente origen y edad, muchos de los cuales jamás podrían haberse conocido en la vida que vivieron, están ahora reunidos, apretados unos contra otros en ese vecindario de madera. Y no solo me los figuro reunidos, sino al borde de las graderías de una enorme tribuna desde donde me alientan con efusivo silencio durante el crucial partido que disputo a diario contra el vacío de la página no escrita.
En las bibliotecas adultas muchas veces sobreviven algunos de los libros que formaron nuestra primera biblioteca. Esa biblioteca inaugural, la infantil, la fundadora, se nutre por lo general de libros obsequiados, libros que alguien asoció con algún rasgo nuestro y enseguida compró creyendo que nos gustaría o nos haría falta. Si toda biblioteca adulta funciona como autorretrato, toda biblioteca inicial funciona como un espejo fabricado por las miradas de los demás.
Hace poco encontré una fotografía del dormitorio que ocupaba a los trece años. Ahí estaba el piso cubierto con esa alfombra crema llena de ácaros que provocaba mis ataques de asma; la cama alta con sábanas de Snoopy; el minicomponente Panasonic, doble casetera, sobre el velador; los afiches de futbolistas de todas partes y épocas pegados con engrudo (de Chochera Castillo a Augenthaler, de Roberto Martínez a Platiní); y a la izquierda, cerca de la ventana, el mueble de madera, doble repisa, que mi padre encargó construir al maestro Olivos, el carpintero de la familia. Ese mueble albergó mi primera biblioteca.
Mandé digitalizar la foto solo para poder ampliarla y verificar qué libros llenaban esas estanterías y tratar de recordar cómo habían ido a parar a mis manos. Ahí estaba “Cartas de mi molino”, relatos de Alfonso Daudet con tapa dura, regalo de cumpleaños de mi tío Luis Jaime. También una edición despellejada de Las Mil y unas Noches, herencia de mi tío Daniel. Una versión ilustrada de Robinson Crusoe, regalo navideño de la tía Pitina. Un libro de poemas de mi abuelo, préstamo jamás devuelto de mi tío Gonzalo. Una biografía de Lolo Fernández de Lorenzo Villanueva, regalo de mis padres. “Mi libro de historias bíblicas”, que una mujer testigo de Jehová me entregó quizá para evangelizarme. Había también otra clase de libros que no recuerdo cómo me agencié: “Yo visité Ganímedes”, de Josip Ibrahim; “El señor de las moscas”, de William Golding; y “Kramer versus Kramer”, la novela de Avery Corman que años después inspiró la película donde Dustin Hoffman y Meryl Streep interpretan a una pareja de esposos que no dejan de dañarse mutuamente. Quizá robé “Kramer versus Kramer” del armario de mi madre porque un día ella me ordenó que no lo leyera y ya se sabe que las prohibiciones son el mejor incentivo para la curiosidad. Sería falso decir que todos esos libros me influenciaron o marcaron, pero sin duda la existencia de esa desnutrida biblioteca fue decisiva.
Hace siete años vine a vivir a España trayéndome apenas quince de los aproximadamente cuatrocientos libros de mi biblioteca adulta. Sigo esperando el día en que tenga suficiente espacio (y dinero) para traer, por barco o avión, esa treintena de cajas de plástico que, cubiertas por una capa de granos de pimienta negra, siguen resistiendo el embate de la humedad limeña. Dicen que con los años toda biblioteca acaba siendo una proyección de la personalidad de su dueño. Es verdad. La mía, como yo, está dividida en dos territorios separados por un océano. Algún día volveremos a estar juntos.