“Siempre hay un primer escritorio, siempre hay una primera vez para todo”, dice el narrador de ‘París no se acaba nunca’, la undécima novela de Enrique Vila-Matas. Lo dice justo después de haber comprado una mesa “desahuciada y carcomida” a 80 francos en un mercado de pulgas, y de haberla trasladado hasta la buhardilla alquilada donde intenta dar forma a su primera novela. Sobre la mesa coloca todo el “instrumental necesario”, como diría Hemingway: una vieja máquina de escribir Olivetti que había pertenecido a su padre, unas libretas de apuntes, dos lápices, un sacapuntas. “Dejé aquel día de ser un escritor sin escritorio”, recalca.
La lectura de ese párrafo puso en marcha una cascada de recuerdos donde figuraban las mesas y escritorios que han sido testigos o cómplices de mi porfía literaria. Evoqué el escritorio de madera que el carpintero de la familia, el maestro Olivos, construyó tomando como modelo una foto que mi madre recortó de una revista de decoración de interiores setentera llamada “Buenhogar”. Sobre ese escritorio, cuyas dimensiones resultaron idóneas para el adolescente esmirriado que yo era, escribí horribles poemas de amor y respetables poemas de desamor en unos cuadernos Loro que forré con Vinifán. El escritorio, además de una silla, traía como complemento un pequeño librero de dos repisas (una ocurrencia del maestro Olivos para cobrar el doble) que albergó la primera colección de libros de la que fui consciente, que contenía volúmenes tan disímiles como un conjunto de relatos de Alfonso Daudet y, en el otro extremo, una voluminosa enciclopedia de los Mundiales de Fútbol en la que el acápite peruano se reducía a un par de notas a pie de página. Además de cumplir su función natural, aquel escritorio fue improvisado en incontables ocasiones como recio arco de fútbol cada vez que mi hermano y yo nos enzarzábamos en reñidos partidos que se disputaban a lo largo del corredor principal usando una pelota de tenis o, en su defecto, una de frontón. En mi última visita a la casa de mi madre vi ese escritorio, solo que ya convertido en un mueble impersonal cuya superficie acusaba el paso de los años y en cuyos cajones se guardaban papeles sin importancia.
“Siempre hay un primer escritorio, siempre hay una primera vez para todo”, dice el narrador de ‘París no se acaba nunca’, la undécima novela de Enrique Vila-Matas.
Otros escritorios llegaron después, como ese que venía incorporado a un tosco mueble de dos puertas, sobre el que escribí más poemas desgarrados, pero ya no en cuadernos escolares sino en el primitivo Word Perfect de la primera computadora que compartí con mis hermanos, una Compaq Presario que avanzaba como una tortuga y pesaba como un televisor. Años después, cuando me fui a vivir solo, contraté a un amigo carpintero para que construyera el reluciente escritorio de caoba donde escribiría mi primera novela. Era una mesa maravillosa que, por estar empotrada en la pared, no pude traerme conmigo cuando vine a vivir a España. El primer inquilino que llegó a ese departamento, un descuidado gordo gallego que no tenía ningún interés en sentarse a escribir nada, arruinó mi preciado escritorio después de utilizarlo como tabla de planchar.
Desde hace siete años trabajo y escribo en una amplia mesa de Ikea donde caben mis insumos: dos torres de lecturas pendientes, aparatos para hacer streaming, pomos llenos de lápices y lapiceros, papeles dispersos con apuntes sobre la nueva novela. En el centro, mi nueva MAC le añade a la mesa una cuota de modernidad y elegancia aerodinámica. Como vivimos en un departamento pequeño, debo compartir el ambiente con el comedor del diario (el único que tenemos) y los juguetes que mi hija deja regados en el suelo. Espero tener algún día un despacho propio, con libreros, adornos, juguetes y mucha luz exterior. Tampoco me impaciento. Ya se sabe que ni el hábito hace al monje, ni el uniforme al soldado, ni el escritorio al escritor.