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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 7 de mayo del 2021

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 7 de mayo del 2021

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La maternidad es más difícil que la paternidad; sobre todo en países como el Perú, donde el camino para las mujeres suele estar muy cuesta arriba. Para sostener una carrera literaria, muchas mujeres renuncian a la maternidad. Otras logran encaminar ambas vocaciones. Otras sencillamente no quieren saber nada con niños y orientan sus energías a la escritura. 

En un artículo de 2019 aparecido en El País de España, titulado «¿La escritura o los hijos?», la escritora Aloma Rodríguez comenta las posturas de diferentes escritoras respecto de la maternidad. Leemos, por ejemplo, lo que piensa Natalia Ginzburg, quien en un principio no concebía cómo el trabajo creativo podía compartirse con la crianza de los hijos. «No entendía cómo conseguiría separarme de ellos para seguir al personaje de un cuento», decía. Quizá con la ilusión de llegar a entender esa aparente paradoja, o ya resignada a no comprenderla nunca, siguió escribiendo libros y pariendo hijos. Llegó a tener cinco y una obra fecunda y muy diversa.  

Más radical, pero igual de interesante, es la perspectiva de la chilena Lina Meruane, autora del ensayo «Contra los hijos», donde cuestiona la maternidad en tanto afecta la producción creativa en términos de tiempo y energía mental. Meruane, además, repasa una relación de magníficas escritoras que no necesitaron convertirse en madres para alcanzar la «realización personal», entre ellas Emily Dickinson, Virginia Woolf, Simone de Beavouir, Jane Austen o las hermanas Bronte. Ninguna de ellas tuvo hijos. 

Meruane, además, repasa una relación de magníficas escritoras que no necesitaron convertirse en madres para alcanzar la «realización personal», entre ellas Emily Dickinson, Virginia Woolf, Simone de Beavouir, Jane Austen o las hermanas Bronte.

La santanderina Nuria Labari, en «La mejor madre del mundo», ofrece una mirada cargada de resignación: «soy una madre amateur y ya estoy acabada: escribo a espaldas de mis hijas, como si ellas no fueran suficiente» (…) «las artistas con talento son hijas, siempre hijas de sus madres por mucho que tengan descendencia. Las buenas escritoras escriben sobre la ‘hijidad’ o sobre cualquier asunto donde su punto de vista pueda ser el centro del mundo. En cambio, una madre es el satélite de otro ser más importante. Una madre es la antítesis del yo creador»

Para la norteamericana Lauren Sandler, en cambio, sí se puede escribir y ser madre. Pero, aclara, de un solo hijo. Su libro «One and only» plantea eso: «con uno te puedes mover», y pone como ejemplos a Susan Sontag, Joan Didion o Margaret Atwood. Quien no está de acuerdo con ese argumento es la británica Zadie Smith; ella piensa que «la sola idea de que la maternidad es por fuerza una amenaza para la creatividad es totalmente absurda. La verdadera amenaza para la libertad es el problema de falta de tiempo, que es el mismo si eres escritora, enfermera o trabajas en una fábrica».

Leyendo el artículo de Aloma Rodríguez –que recoge varios otros valiosos testimonios (como el de la premio Nobel Alice Munro, por ejemplo, quien asegura que escribe cuentos y no novelas porque eso es lo que le permiten «las siestas de sus hijos»)–, pensaba en escritoras peruanas. En aquellas que han logrado publicar obras notables mientras ejercían o intentaban ejercer su maternidad del mejor modo posible, pero también en aquellas que eligieron (¿eligieron?) no tener hijos para abocarse a su trabajo creativo.

En aquellas que han logrado publicar obras notables mientras ejercían o intentaban ejercer su maternidad del mejor modo posible, pero también en aquellas que eligieron (¿eligieron?) no tener hijos para abocarse a su trabajo creativo.

La cusqueña Clorinda Matto es un ejemplo de ese segundo caso.  Para fundar una revista como ‘El Recreo’ y concluir tres novelas («Aves sin nido», la más conocida), además de muchos otros trabajos, fue importante no haber tenido hijos con su esposo, el médico británico Joseph Turner. Algunos investigadores señalan que Clorinda sí tuvo un hijo, que murió prematuramente en 1881, el mismo año en que falleció Turner; sin embargo, no han aportado ningún documento que así lo acredite.  

Pasó algo similar con la moqueguana Mercedes Cabello, otra escritora clave del siglo XIX. Ella participó de movimientos literarios, escribió ocho ensayos y seis novelas (quizá «Las consecuencias» y «Blanca Sol» sean las más destacadas), y tampoco tuvo hijos. De hecho su matrimonio con Urbano Carbonera fue profundamente infeliz. El esposo, mujeriego y ludópata, la contagió de sífilis, enfermedad que provocó en Mercedes primero una parálisis progresiva y luego una demencia por la que debió ser internada en el Manicomio del Cercado de Lima.  

A diferencia de ellas, Rosa Arciniega –escritora, piloto de aviones y militante feminista que vestía con botas y corbata– sí fue madre. Tuvo una sola hija, Rosa Beatriz, que nació en Barcelona, adonde Arciniega migró junto con su esposo José Granda. Su primera novela, «Engranajes» (1931), la escribió cuando Rosa Beatriz era una niña. Después siguió escribiendo y la maternidad nunca fue obstáculo. Gracias a su talento y esfuerzo entregó libros tan peculiares como la novela distópica «Mosko-Strom» y, en general, se mantuvo vigente una producción literaria y periodística muy aplaudida en su momento.  

Gracias a su talento y esfuerzo entregó libros tan peculiares como la novela distópica «Mosko-Strom» y, en general, se mantuvo vigente una producción literaria y periodística muy aplaudida en su momento.  

Madre también fue nuestra mejor poeta, Blanca Varela, y si su obra fue corta, eso no se debió a la maternidad, sino que ella escribía solo si sentía la urgencia. Cuando nació su primer hijo, Vicente, Blanca y su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo, ya habían pasado por una primera separación. Luego recuperaron algo de estabilidad y hacia fines de los sesenta se mudaron juntos a Washington. Él trabajaba en la OEA (en la división de artes visuales), mientras ella hacía trabajos periodísticos y de traducción, además de escribir poemas. En esas circunstancias quedó embarazada de su segundo y último hijo, Lorenzo. Luego vendría el divorcio del pintor y, años más tarde, en 1996, el fatal accidente del avión donde viajaba Lorenzo. Esa tragedia la cambió para siempre. Para muchos, literalmente la mató, pues aceleró la enfermedad cerebrovascular que a la postre acabaría con su vida. Su hijo Lorenzo quedó inmortalizado en los versos inolvidables de Casa de Cuervos:  

«(…)
así este amor
uno solo y el mismo
con tantos nombres
que a ninguno responde
y tú mirándome
como si no me conocieras
marchándote
como se va la luz del mundo
sin promesas
y otra vez este prado
este prado de negro fuego abandonado
otra vez esta casa vacía
que es mi cuerpo
a donde no has de volver».

Otra poeta importantísima, integrante destacada de la generación del 70, Carmen Ollé, ha sido madre una sola vez. Su hija, Vanessa, nació de la relación que mantuvo con el también talentosísimo poeta Enrique Verástegui. Los tres vivieron una temporada en París. Carmen ha contado que en esa época quería vivir la bohemia, viajar, caminar, estar libre y «no ser solo un ama de casa y trabajar». En una entrevista a El Comercio confiesa: «me gustaban las reuniones y siempre estaba anhelando ver a alguien, conversar, salir, caminar, tomar una copa, ir a una reunión. Ese era mi ánimo. Yo era bastante joven, pero estaba con una niña pequeña y no podía desbandarme». Esa experiencia en París fue recuperada por Ollé en la novela corta «Una muchacha bajo su paraguas», reeditada recientemente.   

En una ocasión, en el patio de letras de San Marcos, un poetastro organizó una hoguera para quemar libros de varios poetas, entre los que había libros de Carmen Ollé. Vanessa, estudiante de arqueología por esos días, fue testigo de cómo le prendieron fuego al trabajo de su madre. 

Madre también fue nuestra mejor poeta, Blanca Varela, y si su obra fue corta, eso no se debió a la maternidad, sino que ella escribía solo si sentía la urgencia.

La estupenda cuentista Pilar Dughi aprendió a combinar su trabajo de psiquiatra y su no tan prolífica pero importante producción literaria (cuarenta cuentos, una novela) con la crianza de Sebastián, su único hijo. En 1989, cuando el niño tenía seis años, Pilar publica su primer libro, «La premeditación y el azar». Dedicado a Sebastián, el libro contiene quince relatos entre fantásticos y realistas. 

Un caso particular es Laura Riesco, autora de «Ximena de dos caminos»,  quien no se consideraba a sí misma como escritora, sino como «una mujer que escribe». Quizá esa autopercepción explique la enorme dedicación a su familia. A los 18 se marchó a Estados Unidos con su esposo, Robert, con quien tuvo tres hijas, Halina, Aída Amparo y Anna María. Nunca más volvió a radicar en el Perú. En Estados Unidos intercaló su trabajo literario con clases de semiótica, pero siempre estuvo al pendiente de sus hijas. En las cartas que intercambió con su amiga Sergina Caller, la presencia de las niñas y la preocupación hacia ellas son constantes. 

La mención final es para dos autoras contemporáneas, Mariana de Althaus y Gabriela Wiener. La primera, madre de Nerea y Octavio, cuyo trabajo dramatúrgico, desde el año 2000 en adelante, es sostenido y brillante. Aunque el tema de la maternidad está presente en muchas de sus obras, es en «Criadero» (2011) donde se desarrolla más profundamente. 

Wiener, por su parte, es madre de Coco y Amaru (hijo del triangulo poliamoroso que Gabriela forma con su esposo, Jaime, y Rosi, la novia de ambos). Ella es autora de una serie de libros donde lo maternal, lo femenino y lo sexual están en el centro de la reflexión. Su «Nueve lunas»  es la mejor prueba, por algo se le describe como «un antimanual pop para embarazadas».

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