Cómo no amar las flores y los pájaros, se debió preguntar Emily Dickinson -vestida de blanco- cuando paseaba por los amplios jardines de su casa en Amherst, Massachusetts. Cómo no amar aquello que no hace daño y solo embellece la vida, se podría agregar. ¿Por qué salir de ahí?
Emily fue considerada una excéntrica en el barrio puritano de mediados del siglo XIX donde le tocó nacer, vivir y morir sin desplazarse demasiados kilómetros a la redonda. No saludaba a los vecinos, apenas salía para dar un paseo, ir a la botica o visitar a Susan Gilbert –primero amiga íntima, luego esposa de su hermano Austin–. Algunas tardes abandonaba el hogar familiar para depositar la intensa correspondencia que intercambiaba con familiares y amigos como Thomas Higginson, editor de la revista literaria The Atlantic Monthly, a quien le confió algunos de sus poemas para pedirle consejo. “¿Está usted tan profundamente ocupado para decir si mi verso está vivo?”, le increpó alguna vez.
Aparentemente, sus aficiones eran convencionales: las plantas (a los 15 años ya había completado un herbario), las clases de piano, el canto o los libros que leía (Hawthorne, De Quincey, Shakespeare). Emily no era la chica que se apuntaba a los bailes. A diferencia de su entorno iba poco o nada a la iglesia, el punto de encuentro de la época, el lugar donde los feligreses se miraban y dejaban ver. “Soy una de las malas que quedan dando vueltas”, dijo al respecto.
En la superficie nada parecía inquietarla, pero un río de fuego corría en su interior. Con los años fue retirándose del mundo y acotando su espacio vital hasta quedar recluida en una habitación empapelada de flores rosadas. No salió más. Murió a los 55 años a causa de una nefritis.
Emily escribió 1800 poemas, pero solo publicó 10 en vida, de forma anónima y con correcciones del editor. Poseía esa fragilidad que tan bien encarnó Cynthia Nixon en la película Historia de una pasión, era dueña de un genio absoluto, cultivado con disciplina en el encierro de su cuarto, donde construía versos que luego cosía en cuadernitos que nadie leía.
Emily debió ser un misterio para todos. O tal vez, como dice la filóloga Margarita Ardanaz en el prólogo de su antología Poemas, Dickinson simplemente “no fue una buena hija de su tiempo”. Es decir, un padre autoritario, una madre gris, una sociedad puritana y un universo literario regido por hombres.
No hay constancia de que haya vivido un gran amor, aunque sus biografías señalan a un juez y un reverendo casado como dos posibles romances frustrados. Sin embargo, escribió sobre el desamor con verdad y desgarro: “Sobrevivimos al amor, como a otras cosas / y en el cajón lo guardamos – / hasta que toma un aire antiguo – / como trajes usados por los grandes señores”.
En la superficie nada parecía inquietarla, pero un río de fuego corría en su interior. Con los años fue retirándose del mundo y acotando su espacio vital hasta quedar recluida en una habitación empapelada de flores rosadas.
¿Sufrió por algo en particular? Sin duda. “No vino todo a un tiempo – / era un asesinato por etapas – / una puñalada – luego una oportunidad para la vida / la dicha de cauterizar”, escribió. Su poesía también está llena de revelaciones existenciales. “Hay un sesgo de luz, / en las tardes de invierno – / que oprime como el peso / de los cantos de la iglesia”.
El jardín de pájaros y flores alegres, ahora sabemos, no era un paraíso del que ella salía ilesa.
Al morir, su hermana Lavinia encontró todos sus poemas en la habitación y fue gracias a ella que su verso, como tanto le inquietaba saber, está hoy más vivo que nunca. Emily escribió toda su vida sin ningún tipo de respuesta o recompensa, trabajó aparentemente en vano. Sin que nadie se lo pidiera ni agradeciera, se esforzó en apilar piedritas sin saber que llegaría a construir una montaña, totalmente ajena a su futura repercusión en la literatura mundial. Sobre sí misma dijo en uno de sus poemas: “¡Soy nadie!” para, a continuación, dejarnos la siguiente pregunta: “¿Tú quién eres?”.
Emily Dickinson (1830-1886)