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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 20 de mayo del 2019

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 20 de mayo del 2019

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Ocurrió a mitad del concierto. Desde el escenario, el maestro Ennio Morricone, sentado en un sillón que era más bien un púlpito, con la sapiencia de sus novena años, instruía a los más de doscientos muchachos de la orquesta Roma Sinfonietta y del Coro Talía en la correcta ejecución del tema central de «El Bueno, El Malo y el Feo», el legendario «spaghetti western» dirigido por el gran realizador italiano Sergio Leone. 

Debajo de esa famosa y trepidante melodía hecha de guitarras, violines, trompetas, flautas y ocarinas casi podían vislumbrarse en el aire los paisajes desérticos de la película y oírse los cascos de los caballos o los disparos secos en medio de la nada. La música hipnotizaba con tal efectividad que hasta daba la impresión de que, de un momento a otro, una diligencia conducida por Clint Eastwood podría ingresar a toda marcha y tomar por asalto el Wizink Center de Madrid, atiborrado a esas horas de la noche por más de diez mil personas. 

Los «spaghetti western», tan populares en la década de los sesenta y setenta, fueron la respuesta de Europa —puntualmente de Italia y España— a los western estadounidenses. Lo que Sergio Leone y Morricone buscaron al asociarse a lo largo de tantas cintas fue componer, sin mucho presupuesto, un universo por donde pulularan personajes áridos, malosos, muy rudos, desprovistos de la amabilidad que exudaban los cowboys del viejo oeste norteamericano, que lo pensaban dos veces antes de recurrir a la violencia. A esas películas se les tildó de «spaghetti» en un afán por menospreciarlas, pero a la larga lograron consolidarse en el gusto popular, entre otras razones gracias a las tremendas bandas sonoras de Morricone, consideradas un personaje más.

En estos días, el genio compositor, ganador de dos Óscar, ha emprendido su anunciada gira de despedida por once países, una gira cuyo título no se anda con eufemismos: «los conciertos finales». 

A esas películas se les tildó de «spaghetti» en un afán por menospreciarlas, pero a la larga lograron consolidarse en el gusto popular, entre otras razones gracias a las tremendas bandas sonoras de Morricone, consideradas un personaje más.

Escuchar una orquesta seguir la batuta de Morricone implica, evidentemente, realizar una visita guiada por filmes clásicos y directores distintos entre sí pero todos emblemáticos; desde «Los Intocables de Eliot Ness», de Brian de Palma, hasta «Los Odiosos Ocho», de Quentin Tarantino, pasando por «La Misión» de Roland Joffé; «Átame», de Pedro Almodóvar; «Novecento», de Bernardo Bertolucci, o la entrañable «Cinema Paradiso», de Giuseppe Tornatore. 

Pero lo conmovedor no solo fue escuchar esas piezas monumentales que a lo largo de años han acreditado a Morricone como un creador revolucionario en la historia del cine, sino verlo dirigir, verlo desplazarse y regresar hasta cinco veces del vestuario ante un público que lo aclamaba de pie. Estamos tan poco habituados a pensar en cuándo será la última vez que compartamos con el resto algo que nos gusta y nos define, que ha sido impactante y esperanzador observar a este señor nonagenario llevar a cabo su propia ceremonia del adiós de un modo tan prolijo. Ojalá todos acabáramos con esa entereza.  

Al final, Morricone se retiró dejando a los espectadores con ganas de oír más. Es maravilloso pensar que conquistó al público (en realidad, ya lo traía conquistado) sin cantar, sin bailar, sin siquiera decir una palabra. Lo logró apenas moviendo su varita con maestría, como si se tratara de una pistola humeante y él fuera, en muchas leguas a la redonda, el último vaquero en pie. 

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