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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 11 de febrero del 2022

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 11 de febrero del 2022

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La noche del 14 de febrero de 1917, el poeta y periodista Leonidas Yerovi se encontraba en la redacción de La Prensa escribiendo un poema que había titulado “El rey Momo”. Era la víspera de los carnavales. Hizo una pausa para telefonear a Ángela Arguelles, la reconocida actriz argentina que andaba de paso por Lima, con quien mantenía un romance no tan secreto. La llamada, sin embargo, fue interceptada por una voz masculina que, sin saludar al escritor, le lanzó de la nada una retahíla de improperios. Yerovi colgó furioso y se dirigió a la pensión donde Arguelles se alojaba: sabía que allí encontraría al sujeto. Se trataba de Manuel José Sánchez, un arquitecto chileno de 28 años que se había enamorado perdidamente de la actriz en Valparaíso, persiguiéndola hasta Lima a pesar de no ser correspondido. 

El poeta ingresó a la pensión y preguntó airadamente por Sánchez sin que nadie le diera información sobre su paradero. Minutos después el chileno se apareció en la redacción de La Prensa; Yerovi lo invitó a resolver sus diferencias en la calle. El peruano madrugó a su contrincante asestando el primer golpe, pero éste no respondió con los puños sino con un revólver que escondía en el bolsillo derecho del pantalón. Cinco balazos en el tórax dejaron a Yerovi moribundo sobre la acera. 

Al oír los disparos, sus compañeros de trabajo –entre los que se encontraban Enrique López Albújar, Alberto Hidalgo, Abraham Valdelomar, Luis Alberto Sánchez y Luis Fernán Cisneros– corrieron a auxiliarlo. En lugar de inmovilizarlo a la espera de los médicos, lo llevaron a la Botica Francesa, primero, y al hospital Mesón de Santé después, donde lo esperaba una junta de diez médicos. Lamentablemente el cuerpo del escritor no soportó tantos bruscos desplazamientos; en cosa de minutos las hemorragias internas se agudizaron acabando con su vida. 

Minutos después el chileno se apareció en la redacción de La Prensa; Yerovi lo invitó a resolver sus diferencias en la calle.

Al momento de su muerte, pese a tener solo 35 años, Yerovi contaba con una obra fructífera muy apreciada por el público. Era un singular personaje de su tiempo, poeta romántico, bohemio entusiasta, bigotón risueño, seductor incorregible, activista republicano, periodista autodidacta, dramaturgo, humorista, crítico taurino, autor de notas policiales, crónicas urbanas y artículos costumbristas, además de mordaz opositor al gobierno de Leguía (sus satíricos comentarios políticos le valieron una estancia en la prisión del Panóptico). En su legendario semanario “Monos & Monadas” hacía reír no para distraer sino para reflexionar. “No creas que porque río tengo alegre el corazón”, solía decir, refiriéndose tal vez a las calladas amarguras que lo atormentaban, como el abandono de su padre cuando apenas tenía un año de nacido. 

Yerovi se sentaba delante de la máquina de escribir a todas horas, pues de eso dependía su comida y la de sus cuatro hijos. Dicen que escribía hasta en las paredes de su casa con tal de no dejar pasar una buena frase. De toda su producción es su poesía el mayor legado literario que se le reconoce. Fue, como ya se dijo, un romántico cabal, y su talento para la melodía y la rima consonante quedó puesto de manifiesto en poemas como el famoso “Recóndita”:  

Como un ir y venir de ola de mar
así quisiera ser en el querer
dejar a una mujer para volver,
volver a otra mujer para empezar.

Golondrina de amor en anidar,
huir en cada otoño del placer
y en cada primavera aparecer
con nuevas, tibias alas que brindar…

Esta… aquella… la otra…Confundir
de tantas dulces bocas el sabor,
y al terminar la ronda, repetir…

y no saber jamás cual es mejor.
Y, siempre ola de mar, 

ir a morir en sabe Dios 

qué inmensa playa del amor.

(Escucha este poema en la voz de Magdyel Ugaz en Encuentra tu poema)

Su cobarde asesinato fue primera plana de casi todos los diarios de la época. En uno de ellos se leía un obituario que empezaba así: “trágica, cruel, dolorosa, brutalmente imprevista, corrió por Lima la noticia del infame asesinato de Leonidas Yerovi”. Esos mismos diarios reportaron la presencia de más de treinta mil personas en el sepelio del poeta, en la actual Plaza Bolívar, una cifra histórica para una Lima cuyo número de habitantes por entonces casi rozaba los 300 mil. Y eso que solo los hombres acompañaban las pompas fúnebres de los muertos ilustres de aquellos años, pues las mujeres tenían prohibido asistir al cementerio. Muchas jóvenes y señoras limeñas lloraron a Yerovi desde su balcón y se resignaron a lanzarle flores a su ataúd en su paso por el Jirón de la Unión, camino al Presbítero Maestro.  

A Manuel José Sánchez lo capturaron la misma noche del crimen, cerca de la iglesia de La Merced. Lo condenaron a un encierro de cinco años en la penitenciaría de Lima, una pena benigna que contó con la aprobación de algunos miembros de la Iglesia, quienes guardaban poca simpatía por Yerovi, a quien consideraban licencioso, promiscuo y libertino. Meses más tarde la madre del escritor apeló la sentencia y consiguió que el tribunal superior la revocara dictaminando once años de prisión para el asesino de su hijo. 

“Quiero hablar con Ángela”, balbuceó Leonidas antes de morir, sin poder cumplir ese deseo postrero. Murió de amor, sin duda. Un amor que era, por sobre todas las cosas, síntoma irrebatible de la profunda soledad que lo embargaba. 

“Conmigo y mi fantasía

suelo entretenerme tanto

que es mi predilecto encanto

vivir en mi compañía.

Y cuando, por cortesía,

salgo de ella, a lo mejor,

aunque agradezco el favor,

añoro, huraño y sencillo,

mi mundo, quizás mundillo,

pero mi mundo interior”.

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