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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 18 de diciembre del 2020

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 18 de diciembre del 2020

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A pesar del asma crónica que castigaba sus pulmones, Lezama Lima jamás reprimió el vicio tabaquero ni la voracidad de su apetito. En sus fotos de adulto se le ve convertido en un obeso señor de hombros caídos, que lleva el pantalón siempre sobre la línea del ombligo, un puro Cohíba colgando de los labios, debajo de una mirada que solo puede describirse como lánguida. 

Junto con José Martí, Alejo Carpentier y Nicolás Guillén, Lezama Lama es uno de los grandes escritores cubanos del siglo veinte. Fue una figura gravitante dentro y fuera de la isla por su fructífera labor creativa e intelectual (además de poeta, narrador y ensayista, fundó «Orígenes», una de las revistas culturales más importantes de su tiempo), pero sobre todo por alumbrar las seiscientas páginas de esa enigmática, barroca y controvertida novela que es «Paradiso» (1966), su única novela, hito indudable del boom latinoamericano. 

Curiosamente, mientras fuera de Cuba ese libro le valió elogios de autores tan reconocidos como Octavio Paz y Julio Cortázar, así como comparaciones con Borges, García Márquez y Proust, dentro de su país le deparó más de una amargura, ya que la revolución castrista invisibilizó la obra por considerar que sus escenas de amor homosexual constituían una defensa de la «degeneración» que combatía y un atentado contra la idea de «hombre nuevo» que fomentaba. 

El ostracismo fue duro para Lezama, pero él ya venía curtido en contratiempos más serios. A los ocho años había tenido que soportar la muerte de su padre, el Coronel Lezama, quien murió de influenza durante una misión militar; mucho tiempo después diría que ese suceso le otorgó «el latido de la ausencia». Creció, así, rodeado de mujeres: su abuela, su madre viuda y sus dos hermanas menores, Rosa y Eloísa, todas mujeres decisivas en la definición de su sensibilidad. Primero vivieron juntos en la residencia de la abuela materna, en el ostentoso barrio de Paseo del Prado, pero luego, cuando José cumplió diecinueve años y la prosperidad económica menguó a niveles catastróficos, se mudaron con todos sus muebles lujosos al número 162 de la calle Trocadero, una modesta casita del centro de La Habana (hoy convertida en museo). En las húmedas habitaciones de esa vivienda sin ventilación el joven Lezama intentaba aliviar los ataques de asma con unos polvos franceses que apenas conseguían darle breves respiros durante los desvelos de la enfermedad.  

En las húmedas habitaciones de esa vivienda sin ventilación el joven Lezama intentaba aliviar los ataques de asma con unos polvos franceses que apenas conseguían darle breves respiros durante los desvelos de la enfermedad.

Algunas de las paradojas íntimas de Lezama –se proclamaba católico, pero no pisaba la Iglesia con frecuencia; siendo gay se casó con su secretaria pasados los cincuenta años– lo hacían ver como un sujeto inconsecuente. Por toda justificación él solía repetir el mantra: «solo lo difícil es estimulante». De allí que se ocupara de empresas difíciles. Se empecinó en defender en sus ensayos las viejas tradiciones criollas de La Habana justo cuando la ciudad mutaba debido a la migración, los aires de modernidad y la expansión geográfica. Y más tarde, cuando el encantamiento con la revolución aún no se había quebrado, se atrevió a confrontar los preceptos nacionalistas de Fidel Castro hablando de la necesidad de una Cuba que mirase hacia el mundo.

El célebre «caso Padilla» fue la gota que rebalsó el vaso. En 1968, estando al frente del jurado de un concurso de poesía, declaró ganador a Heberto Padilla, cuyo poemario, «Fuera del Juego», era sumamente crítico del régimen. La dictadura aceptó que el libro se publicara pero conminó a varios intelectuales a deslindar de su contenido firmando un comunicado. Lezama se negó a aparecer entre los firmantes. El final fue patético, porque el propio Padilla, tras ser apresado y debidamente aleccionado, admitió haber conspirado y dijo que los juicios de Lezama Lima «no siempre han sido justos con la revolución». 

A partir de ese momento, Lezama decidió romper definitivamente con la revolución y alejarse de la discusión política confinándose en la casa de la calle Trocadero. Confirmó esa decisión al conocerse los muchos abusos contra los homosexuales, a los que los uniformados del gobierno perseguían y encerraban en ‘Unidades Militares de Ayuda a la Producción’ que no eran otra cosa que campos de trabajo forzado donde se pretendía ‘curarlos’, 

Por esa época había iniciado ya una intensa correspondencia con su querida hermana Eloísa, refugiada en Miami. A ella le habla del miedo, el terror y la ruina en que poco a poco se ve envuelto. También le cuenta de las dificultades de la vida cotidiana y de cómo lo afecta la incomunicación con la familia. «Separarse es una forma de muerte», le escribe. 

En mayo de este año, precisamente en Miami, se estrenó el documental «Cartas a Eloísa», donde la directora Adriana Bosch reconstruye el legado del escritor cubano a partir de las entrañables y desesperadas misivas que intercambió con la menor de sus hermanas.   

En mayo de este año, precisamente en Miami, se estrenó el documental «Cartas a Eloísa», donde la directora Adriana Bosch reconstruye el legado del escritor cubano a partir de las entrañables y desesperadas misivas que intercambió con la menor de sus hermanas.

Leer a Lezama Lima equivale a recorrer una La Habana que no existe más. Como retribución de lector agradecido, le debo una visita a su tumba, allí en el cementerio de Colón, donde unos versos sirven también de contundente epitafio: 

«La mar violeta añora el nacimiento de los dioses, ya que nacer es aquí una fiesta innombrable». 

Eso fueron precisamente la obra y la vida de este cubano universal: una fiesta imposible de nombrar.  

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