«Hacemos poesía y música porque no hemos sido felices. Si hubiéramos sido felices, el arte sería innecesario».
El autor de la frase es Raúl Zurita, quien hace unos días recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más importante del género en lengua española. Hablamos de un emblema vivo de la poesía chilena, el escritor que después de Nicanor Parra sublevó para siempre la poesía de ese país, y que se constituyó desde muy temprano, desde sus primeros libros («Purgatorio» y «Ante-paraíso»), en una voz transgresora e imprescindible para los lectores de habla hispana.
«Hacemos poesía y música porque no hemos sido felices. Si hubiéramos sido felices, el arte sería innecesario».
Es interesante que el jurado del Reina Sofía haya destacado del trabajo de Zurita «su ejemplo poético de sobreponerse al dolor». Justa valoración, pues el poeta, en obra pero también en vida, ha estado en contacto directo, tenso, con el dolor. Su padre murió cuando él apenas contaba dos años y solo un par de días después perdió a su abuelo paterno, de modo que creció privado de una figura masculina tutelar.
Pero el evento más duro que le tocó vivir fue, indudablemente, la detención que sufrió el 11 de setiembre de 1973, el mismo día en que se produjo el golpe militar de Pinochet. Zurita tenía veintitrés años y dos hijos. Fue apresado a las seis de la mañana, en Valparaíso, mientras se dirigía a la universidad Santa María. Lo trasportaron a un cuartel de la Infantería de Marina, donde sufrió golpes y torturas. Luego quedó prisionero en las bodegas de un barco, el carguero Maipo, una nave con capacidad para cincuenta personas, junto a otros ochocientos detenidos. «El 11 de setiembre del 73 es un día que nunca he podido sacarme de los recuerdos, porque fue de una barbarie y de una violencia desgraciadamente inolvidables», ha confesado Zurita, «fue el día más terrible de mi vida, el momento más atroz, considero un milagro haber sobrevivido a eso».
Muchos de sus poemas tienen por protagonistas a ríos, desiertos, cordilleras, piedras, acantilados y, aunque parecen ocuparse de cuestiones puramente geográficas, hablan de lo que en realidad habla toda la obra de Zurita: la memoria personal. Zurita resignifica esos espacios naturales para hablar del poder, la marginalidad, la persecución, la ausencia, moviéndose siempre en los límites del lenguaje, al borde del silencio, y recurriendo a imágenes tan irrebatibles como «la noche es el manicomio de las plantas».
Muchos de sus poemas tienen por protagonistas a ríos, desiertos, cordilleras, piedras, acantilados y, aunque parecen ocuparse de cuestiones puramente geográficas, hablan de lo que en realidad habla toda la obra de Zurita: la memoria personal.
Pero volvamos al tema del dolor. Y no me refiero solo al dolor moral producto de las humillaciones padecidas durante la dictadora, sino al dolor físico, al dolor real, que en el caso de Zurita muchas veces fue autoinfligido. Es famoso el incidente en que se prendió fuego en el rostro quemándose el lado izquierdo de la cara (la foto de la cicatriz fue la portada de su libro «Purgatorio»); o ese otro donde se arrojó amoniaco a los ojos para quedarse ciego. Él ha explicado que no eran intervenciones exhibicionistas, sino genuinos actos de protesta, donde el cuerpo jugaba un papel discursivo, literario.
Sin duda es o era un poeta performático. Y digo «performático» queriendo decir lanzado, expuesto, comprometido, interventor. Se le recuerda leyendo poemas frente a una galería santiaguina y masturbándose frente al público (aunque muchos aseguran que apenas fue un conato de masturbación), o trazando en el cielo de Nueva York, en junio de 1982 –con la ayuda del humo blanco disparado por cinco aviones—, los primeros doce versos de su notable poema «La Vida Nueva», que empieza así: «Mi Dios es Hambre. Mi Dios en Nieve. Mi Dios es No…». Cada verso medía nueve kilómetros.
Tuve la inmensa suerte de conocer a Zurita hace unos años, en la Feria de Autores de Santiago. Conversamos unos minutos. Estaba en una salita, hundido en un sillón de un solo cuerpo, muy cordial, dispuesto. La fragilidad de su aspecto contrastaba con su fortaleza mental y física. Pocos meses atrás había sido operado dos veces, primero del cerebro (siete horas con el cráneo destapado) y luego del corazón (nueve horas, a corazón abierto). Ambas cirugías buscaban disminuir en él los síntomas de la enfermedad que lo acompaña desde hace veinte años, el Parkinson. Por decirle algo, le comenté que mi bisabuelo había sufrido ese mismo mal. Me respondió: «El párkinson es una forma de entender la belleza, porque la belleza también puede ser algo maltrecho, algo que tiene la fuerza de resistir en medio del padecimiento».
Sin duda es o era un poeta performático.
Animado por su locuacidad, me atreví a preguntarle por los poetas peruanos que consideraba cercanos. Mencionó a Emilio Adolfo Westphalen, al «Negro» Verástegui, a Rodolfo Hinostroza, a Toño Cisneros. Le comenté entonces de la existencia de un viejo vídeo de YouTube donde aparece el querido Toño, ebrio de felicidad, leyendo poemas desde una ventana alta del Palacio de La Moneda. «Recuerdo perfectamente esa noche», me interrumpió Zurita, rascándose la barba bíblica, «Nicanor Parra y yo estábamos justo detrás de Toño cuidando que no se cayera, porque estaba borrachísimo».
Antes de despedirme, le pregunté, no sé bien por qué, si después de todo lo vivido se consideraba un hombre creyente. Me dijo que sí, y enseguida me obsequió una verdad que ahora, en estos días en que tanto se celebra su poesía y existencia, comparto con ustedes como un obsequio en común:
«La fe es la más dolorosa de las experiencias, porque nunca podrás ver aquello en lo que tú crees».
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