Al leer el nombre “San Silvestre”, la mayoría de lectores pensará, sin duda, en la carrera que se disputa todos los treintaiuno de diciembre en diferentes partes del mundo, y que empezó en Brasil en 1925, tomando como modelo una competencia parisina en la que los participantes corrían con antorchas en la mano. Con el paso de los años la carrera se extendió a otros países, donde hoy goza de sobrada popularidad. Se corre el último día de cada año, porque el personaje que le da nombre, San Silvestre, murió en esa fecha, varios siglos atrás. Salvo eso, no parece haber nada en la biografía del religioso que lo relacione con pruebas atléticas, ni nada por el estilo.
Mucho antes de convertirse en santo –quizá el santo más desatendido, pues su fiesta está empañada por las celebraciones de Año Nuevo y eclipsadas por la fama de la maratón–, Silvestre era un cristiano que se hizo conocido en su tiempo por resistir la persecución a los cristianos por parte de los romanos. Los historiadores le adjudican protagonismo en una serie de leyendas por demás interesantes. Se dice que, de joven, cometió la imprudencia de enterrar los restos de Timoteo, un mártir cristiano que había sido asesinado por los paganos y lo llevaron preso. Mientras el prefecto de Roma, Tarquino Perpena, lo torturaba, Silvestre le lanzó la profecía de que moriría esa misma noche. En efecto, esa noche el prefecto murió atragantado por una espina de pescado. El hecho fue tomado como una señal divina y Silvestre fue puesto inmediatamente en libertad. Al poco tiempo fue convertido en obispo y Papa.
Silvestre era un cristiano que se hizo conocido en su tiempo por resistir la persecución a los cristianos por parte de los romanos.
El milagro que se le atribuye fue la curación del emperador Constantino, quien, enfermo de lepra, debía acatar la tradición dictada por los médicos para recobrar su salud: bañarse en la sangre de niños recién nacidos. Las madres de los niños elegidos lograron convencer al emperador de que meditara su decisión. Dos apóstoles se le aparecieron en sueños aconsejándole que buscara al Papa Silvestre en su escondite del Monte Soratte. Así lo hizo. Silvestre lo bañó y bautizó curándolo en el acto. Constantino, agradecido, le obsequió su tiara e hizo generosas donaciones a la iglesia.
Pero la leyenda añade otro milagro. Cuentan que una vez sostuvo un debate con doce maestros judíos sobre la divinidad de Cristo y la virginidad de María. Once de ellos quedaron convencidos con la argumentación de Silvestre, pero uno, al que llamaban Zambrí, lo desafió a probar los poderes de su fe matando a un toro. Silvestre se acercó al animal tumbado, lo revivió con unas palabras y así consiguió la conversión de los judíos presentes.
En la iconografía católica es famosa la imagen del Papa Silvestre enfrentando y derrotando a un dragón rojo que vivía en un pozo. La bestia, conocida como el dragón de la roca Tarpeya, encarnaba la reunión de todos los males y mataba a sus víctimas solo arrojándoles su aliento. Silvestre logró domesticarlo con la señal de la cruz y antes de sacarlo mansamente del pozo pudo colocarle un collar de hierro del que pendía una cruz.
Y se dice, por último, que durante el concilio de Nicea, Silvestre compuso la oración del Credo, que se reza todos los domingos en las iglesias católicas.
Sus restos fueron enterrados en la iglesia romana que lleva su nombre, aunque hay quienes sostienen que un brazo suyo es venerado en la catedral francesa de San Vicente y su cabeza en Croacia.
Si hoy salen por la noche a celebrar el Año Nuevo hasta las primeras luces del día, encomiéndense a San Silvestre, el santo con nombre de maratón, del que ya nadie se acuerda.