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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 6 de noviembre del 2020

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 6 de noviembre del 2020

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Este ha sido literalmente el año de La Peste. Una de las consecuencias de la pandemia desatada en marzo de 2020 es haber convertido en insólita novedad el libro que Albert Camus publicó en 1947. El fenómeno se registró apenas iniciada la cuarentena mundial y escaló en países como Francia, Italia, Alemania o España, donde súbitamente se triplicaron las ventas de esa novela que Camus escribió inspirándose en la epidemia de cólera que en 1849 sufriera Orán, por entonces colonia francesa. 

Lectores de todas partes conocieron o reencontraron al doctor Bernard Rieux, el narrador de La Peste, quien describe cómo el avance de la enfermedad y la reclusión afectan poco a poco las actividades y psicología de los habitantes de una ciudad que se ve repentinamente sumida en una catástrofe que nadie previó. Las resonancias con esta temporada Covid son inevitables y se hacen explícitas en frases que cualquiera de nosotros podría haber escuchado a lo largo de estos últimos meses: «cada uno tuvo que aceptar el vivir al día, solo bajo el cielo», «el amor estaba ahí, pero sencillamente no era utilizable», «el hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma»,  «lo que yo odio es la muerte y el mal; estamos juntos para sufrirla o combatirla», o «uno se cansa de la piedad, cuando la piedad es inútil».  

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De todo lo que escribió Camus –que escribió mucho y en casi todos los géneros–,La Peste no es la lectura a la que regreso. Antes prefiero su ensayo El Hombre Rebelde, un texto de enorme valor filosófico y político. O su primer libro, Al revés y al Derecho que ofrece un entrañable relato sin ficción acerca de su juventud. Y su novela póstuma, El Primer hombre, un testimonio en clave autobiográfica sobre su vida familiar y sus años en la escuela. Allí dedica hermosas páginas al fútbol, su deporte predilecto por encima del tenis de mesa, la natación y el boxeo. Se sabe que el premio Nobel de Literatura 1957 intentó ser futbolista cuadrándose bajo el arco (según algunas versiones, eligió ese puesto porque era «donde menos se gastaban los zapatos»), incluso llegó a ser portero del Racing Universitario de Argelia, pero la detección de tuberculosis a los diecisiete años frenó esa vocación. Es suya la frase (a menudo mal citada) «en realidad, lo poco de moral que sé lo aprendí en los campos de fútbol y sobre las tablas de un teatro, mis únicas universidades». 

Sin embargo, es El Extranjero mi libro favorito de Camus. Basta solo el comienzo para sentirse atrapado por lo que tiene que contar su protagonista, el impasible señor Meursault:  

«Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé» 

Esa imprecisión en el dato, ese aparente desinterés respecto de un hecho tan gravitante como la pérdida de la madre nos lleva a preguntarnos qué ha pasado en la vida de este hombre que lo ha endurecido tanto. Hay en Meursault una apatía que recuerda al Bartleby de Herman Melville, solo que a diferencia de aquel escribiente que como toda respuesta solía decir «preferiría no hacerlo», éste reacciona casi siempre diciendo «me es indiferente», «me da igual», «en el fondo no importa». 

El Extranjero es un libro sobre la muerte, sobre la culpa, sobre la venganza, sobre el crimen, pero también sobre la frustración del individuo frente a una sociedad que no lo escucha, que acaso ni siquiera lo ve. Es un libro sobre la soledad, sobre los efectos físicos y simbólicos del calor, sobre cómo la fatalidad aparece de forma inevitable en el destino de ciertos hombres.  

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Siempre que leo esa novela no puedo dejar de pensar en los aspectos desarraigados de la vida de Camus. Por un lado, está el hecho de haber nacido en Argelia, tener raíces paternas francesas y ser, por el lado materno, descendiente de campesinos menorquines. Hay algo más: antes de cumplir un año, el niño Camus perdió a su padre, Lucien Camus, en una batalla de la Primera Guerra Mundial. Su madre, Elena Sintes, era sorda y analfabeta; de modo que ninguno de los progenitores jamás leyó nada de su obra. ¿No son acaso la orfandad y ese silencio impuesto una forma de exilio, de extranjería? Y si a eso le sumamos la tiranía de la abuela que acabó criándolo y las muchas dificultades económicas que afrontó para educarse, no es raro que Camus se haya convertido en un escritor a la vez impávido y rebelde. 

Tenía solo 46 años cuando murió. Fue el 4 de enero de 1960, luego de que reventara una de las llantas del Facel Vega Excellence azul que conducía su editor Michel Gallimard. El auto, que avanzaba a gran velocidad por la carretera de Borgoña rumbo a París, se estrelló violentamente contra un árbol antes de partirse en tres. Camus iba de copiloto. En el asiento trasero viajaban la esposa e hija de Gallimard, además de Floc, el perro de la familia. El autor de La Peste murió al instante. El editor quedó gravemente herido y falleció en el hospital cinco días después. Las mujeres se salvaron. El perro desapareció. En el maletín que portaba Camus, se encontró el manuscrito de El Primer Hombre. 

Un día antes, al comentar el accidente vehicular en el que, según rumores periodísticos, había fallecido el famoso ciclista Fausto Coppi, Camus hizo una declaración cuya ironía no pudo haber calculado: 

«No conozco nada más idiota que morir en un automóvil». 

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