Voy rumbo a la radio. Estoy de mal humor: he discutido con el hombre de la lavandería por el extravío de un par de medias. Unas azules con dibujos de pac-man. Eran mis medias favoritas. Para no ofuscarme más le pido a Alejandro —el amable taxista que me recogió— que me cuente algo. ¿Algo como qué?, me pregunta. Una historia tuya, le digo, algo importante o difícil que te haya pasado alguna vez. Al cabo de treinta minutos llego a mi destino con el ánimo sacudido, impactado por su relato.
Alejandro se fue a Japón hace años a buscar suerte. Trabajó en diferentes establecimientos hasta que recaló en una agencia de empleos. El dueño —que casi nunca se dejaba ver— le confió enteramente la administración del local y se mudó a una provincia. Alejandro regentaba la agencia de lo más contento, ignorando que varias de las chicas colombianas que él asignaba para dar servicio doméstico prestaban, en paralelo, otro tipo de «asistencias».
Sus clientes varones —entre los que se contaban algunos mandos de la Yakuza, la conocida organización mafiosa japonesa— estaban muy complacidos con esas mucamas latinas tan bien entrenadas en el arte de dejarlos trapo. El incauto Alejandro creía que la satisfacción de su clientela masculina era producto de la eficacia con que operaba la agencia, cuando en realidad se debía al rendimiento sexual que sus chicas alcanzaban.
Como entonces Alejandro no sabía qué diablos era la Yakuza, no desconfiaba de esos hombrecitos que lo telefoneaban a diario para contratar a sus empleadas. Ni se le cruzaba por la mente que esos japoneses bien vestidos, con lentes de sol y aspecto de villanos de Tarantino, pudieran ser cruentos sicarios, destemplados narcotraficantes, criminales de la peor laya. Alejandro los saludaba con su sonrisa de peruano caído del palto, asumiendo que eran políticos o empresarios, y —en el colmo de la ingenuidad— hasta se tomaba fotos con ellos para luego tener con qué decorar las paredes del local.
Como entonces Alejandro no sabía qué diablos era la Yakuza, no desconfiaba de esos hombrecitos que lo telefoneaban a diario para contratar a sus empleadas. Ni se le cruzaba por la mente que esos japoneses bien vestidos, con lentes de sol y aspecto de villanos de Tarantino, pudieran ser cruentos sicarios, destemplados narcotraficantes, criminales de la peor laya.
Un día un soplón alarmó a la policía: «Hay un peruano proxeneta que trafica mujeres y anda coludido con la mafia de Tokio». Cuando los agentes federales le cayeron encima y lo esposaron sin preguntarle siquiera su nombre, el pobre Alejandro pensó que la policía ya estaba al tanto del hurto de un paquete de galletas de salvado de trigo que una semana atrás, hambriento, sin efectivo, había perpetrado en un supermercado. Infructuosamente pidió perdón en mal japonés y juró que devolvería el doble de lo birlado. No tenía idea que estaba siendo arrestado por un crimen bastante más doloso.
Un tribunal sumario lo condenó a pasar siete años en prisión por dos delitos que jamás había escuchado: «proxenetismo» y «trata de blancas». Cuando reaccionó y quiso protestar ya estaba sentado en una celda, con un pijama blanco. Lo peor fue que lo encerraron en la cárcel de Nagoya, famosa por concentrar a lo peorcito del hampa oriental. «Una tarde vi cómo un preso le abría la cara a otro con un destornillador. Todos los días había al menos un asesinato», recuerda Alejandro.
El mismo día que cayó en desgracia, en un hospital su esposa entraba al quirófano para dar a luz al único hijo de ambos, Sergio, que hoy tiene doce años y a quien Alejandro nunca ha visto en vivo. Luego de cumplir su sentencia lo conminaron a que abandonara el país inmediatamente; ni siquiera lo dejaron despedirse de su familia. No le quedó otra que regresar al Perú. Desde entonces solo se comunica con su hijo y su mujer a través del teléfono y Skype.
«Llegamos», avisa Alejandro, interrumpiendo la narración, que me ha tenido en vilo a lo largo del trayecto. Me bajo del auto pasmado, sintiéndome un completo baboso por dejarme angustiar por unas medias extraviadas. Minutos más tarde, apenas empieza el programa, le envío saludos a Alejandro. «Gracias por la conversación», digo escuetamente al aire, pero sin olvidar el crudo testimonio de ese hombre que, sin perder la compostura, me confió de un porrazo todas las tragedias que le cambiaron la vida.