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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 3 de diciembre del 2021

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 3 de diciembre del 2021

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Al igual que tantos otros escritores, Ribeyro viajó a Europa muy joven, a los 23 años. Antes había estudiado en Lima para ser abogado, a instancias de su padre, un bachiller en Derecho que nunca ejerció la carrera. Ribeyro le siguió los pasos menos por vocación que por costumbre. No necesitaba aplicare demasiado para sacar excelentes calificaciones: algunas mañanas iba al teatro Municipal a escuchar a la sinfónica en vez de asistir a clases, sin que eso repercutiera negativamente en su rendimiento. Antes de graduarse ya estaba trabajando en un estudio de abogados, sin embargo no se sentía satisfecho. Poco a poco llegaron el escepticismo, el desaliento y la comprobación de que sus dotes de jurista no eran tales. «Me di cuenta de que para destacar había que servir a los ricos. Entonces dejé la profesión», escribió en su diario. 

Lo único que él quería era dedicarse a escribir. Cuatro años después de egresar emprendió la aventura europea. “Estoy en un estado de sobreexcitación espantosa que podría conducirme a la locura. Será la proximidad de mi viaje a España con una beca de periodismo”, anotó el 4 de julio de 1952, en referencia a la beca del Instituto de Cultura Hispánica, que le aseguraba estancia en Madrid por nueve meses y mil quinientas pesetas mensuales. Aunque su verdadero horizonte intelectual era París, le pareció un magnífico preámbulo pasar un tiempo en España, mejor aún con aquella excusa académica.  

El 24 de octubre de 1952 zarpó del Callao junto al poeta Leopoldo Chariarse y el futuro crítico Alberto Escobar. Durante la travesía, mientras los otros se entretenían bebiendo cervezas, Ribeyro se dedicaba a ganar partidas de ajedrez. Más de veinte días después, el barco los dejó en Barcelona y de ahí los amigos se trasladaron en tren a Madrid. Julio Ramón no durmió en toda la noche, se la pasó caminando por el corredor, desde la locomotora hasta el último vagón, ahora sí bebiendo y charlando con otros pasajeros. No bien llegó se instaló en un cuarto de la residencia del colegio mayor Nuestra Señora de Guadalupe, en la avenida Séneca. Allí permanecería ocho meses, hasta agosto de 1953.

Durante la travesía, mientras los otros se entretenían bebiendo cervezas, Ribeyro se dedicaba a ganar partidas de ajedrez.

En sus diarios se encuentran diversos comentarios madrileños sobre, por ejemplo, la temporada de baños, las corridas de toros, el Metro, su encuentro con el poeta Vicente Aleixandre. En sus paseos por la ciudad le llama la atención que «no haya casas para vivir, solo edificios como los que hay en la avenida Wilson»; también disfruta deambular por el Paseo de la Castellana o El Retiro, y aprende a diferenciar tascas de bodegas, cafeterías y bares para no confundir el espíritu de cada negocio: «muchas veces me metí a una tasca a tomar lonche y a una bodega a pedir un coñac». 

Más tarde, en París, extrañará Madrid por asociarla con ciertos recuerdos amables y en 1955 decide volver. Esa segunda estancia, sin embargo, no será todo lo gratificante que esperaba: sus viejos camaradas han partido, los trabajos que creía poder conseguir no se concretan, y apenas logra hospedarse en una pensión de la calle Santa Clara, a la que describiría después como «una covacha miserable». Desadaptado, presa de sus contradicciones, Ribeyro se deprime, se enferma y se encierra.  Solo al cabo de un tiempo se ve absorbido nuevamente por la energía madrileña, y aunque ha ganado ánimo ahora siente que sus distracciones conspiran contra su afán creativo. 

«En Madrid pierdo la capacidad de concentración y tiendo a extrovertirme, me resulta difícil permanecer solitario (…) En París todo resulta distinto, es la gran escuela de soledad. En Madrid, en cambio, se confunden las fronteras entre la vida personal y la colectiva y uno se identifica rápidamente con el espíritu de la ciudad. He decidido, por lo tanto, partir hacia alguna pequeña localidad de las inmediaciones, El Escorial, Aranjuez, Alcalá de Henares, en busca de alguna atmósfera apropiada al aislamiento». 

Solo al cabo de un tiempo se ve absorbido nuevamente por la energía madrileña, y aunque ha ganado ánimo ahora siente que sus distracciones conspiran contra su afán creativo. 

Las miserias pasadas aquel verano de 1955 quedaron plasmadas en su cuento «Los Españoles», donde un hombre comparte una pensión del barrio de Lavapiés con tres prostitutas, un viejo en pijama que juega al dominó, un cura chismoso, un militar y una muchacha, Angustias, «esbelta, lánguida, espiritual y desgraciada (…) que tenía esa palidez que solo producen la castidad, la pobreza y las pensiones españolas». 

Quizá ese texto sea, para los lectores españoles que aún lo desconocen, una magnífica puerta de entrada a Ribeyro. Ningún lector mínimamente sensible debería perderse la maravillosa experiencia de convivir unos días con la prosa de Julio Ramón, con su mirada del mundo. La solvencia y la verdad asoman en cada página. Y uno sale de esa lectura modificado, enriquecido, con el entusiasmo ansioso de quien no sabe que acaba de adquirir un vicio incurable. 

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