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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 21 de noviembre del 2020

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 21 de noviembre del 2020

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Escribes un diario porque una parte de ti se siente sola. Porque tienes un secreto o una culpa inconfesables que necesitas colocar en algún sitio. Porque te urge dejar registro del paso de unos días especialmente intensos, amargos, excepcionales. Porque gente que admiras lo han hecho y te gusta imitarlos. Porque hay algo poderosamente literario en el ejercicio testimonial continuo, donde incluso los detalles más intrascendentes adquieren relevancia. Porque al escribirlo no hablas con nadie pero a la vez hablas con todos. Porque se parece a dialogar con el futuro, a lanzar una botella al mar, a dejar una marca que te sobreviva. 

Cuando Otto Frank, el padre de Ana Frank, descubrió el diario que su hija había escrito en la clandestinidad, quedó fuertemente impresionado por las hondas reflexiones de sus páginas («parecía escrito por una Ana que no era mi hija»). Antes de darlo a conocer al mundo editó algunos apuntes de la joven que consideró inapropiados: notas sobre su primera regla, su cuerpo, la prostitución, los anticonceptivos o la homosexualidad de su tío (para alivio de los lectores, todos esos apuntes salieron a la luz posteriormente). 

Muchos escritores famosos han escrito diarios, desde Kafka a Silvia Plath, pasando por Tolstoi, Virginia Woolf, Cesare Pavese, Fernando Pessoa, Ricardo Piglia, Susan Sontag, Alejandra Pizarnik, Jon Cheever y Anaïs Nin, por nombrar solo unos cuantos. En el Perú, el diarista más importante sigue siendo Julio Ramón Ribeyro; sus diarios, reunidos bajo el título de La Tentación del Fracaso, son quizá su trabajo más celebrado.

En el Perú, el diarista más importante sigue siendo Julio Ramón Ribeyro; sus diarios, reunidos bajo el título de La Tentación del Fracaso, son quizá su trabajo más celebrado.

Uno de los diarios canónicos es el del francés André Gide, Premio Nobel 1947. Lo escribió casi a lo largo de toda su vida, entre los 18 y los 81 años, poco antes de morir.  Lo retocó muchas veces y se debatía entre publicarlo o mantenerlo inédito, lo que nos revela una personalidad compleja, llena de confusiones y dudas acerca de aquello que escribe: 

«No he sido nunca más modesto que al obligarme a escribir cotidianamente en este cuaderno páginas que sé y siento tan pertinentemente mediocres, repeticiones, balbuceos, tan poco apropiados para hacerme quedar bien, para ser admirado o amado».

Como Ribeyro, Gide plasmó en su diario la frustración de no haber escrito todavía un gran libro, sin saber que a la postre esos apuntes personalísimos constituirían su obra maestra. Ninguno de sus otros libros, incluso los celebrados «El Inmoralista», «Viaje al Congo» o su autobiografía «Si la Semilla no muere» alcanzan la intensidad de su diario íntimo.   

Como Ribeyro, Gide plasmó en su diario la frustración de no haber escrito todavía un gran libro, sin saber que a la postre esos apuntes personalísimos constituirían su obra maestra.

En la traducción al español, la autora Laura Freixas nos habla de Gide como un sujeto atacado por severas contradicciones: puritano y hedonista; rentista y trabajador; creyente y agnóstico; rácano y generoso. Su mayor paradoja, sin embargo, era de índole sexual. Gidé se casó con su prima Madeleine, quizá porque veía en ella una prolongación de la sombra de su madre, pero nunca sostuvo relaciones con ella. Su única hija, Catherine, nació de una relación extramatrimonial. Pero eso no lo atormentaría tanto como llevar a escondidas una furiosa vida homosexual, con especial atracción por adolescentes de 15 o 16 años, a quienes convertía en amantes y luego adoptaba. Su pederastia fue, sin duda, su gran fantasma, el monstruo que más le hizo sufrir, con el que intentó lidiar infructuosamente. 

En su diario leemos cómo Gide intenta descifrarse: 

«Me preocupa no saber quién seré; ni siquiera ser quién quiero ser; pero bien sé que hay que elegir. Querría andar por caminos seguros, que lleven solo allí adonde habría decidido ir; pero no sé; no sé lo que debo querer. Siento mil identidades posibles en mí; pero no puedo resignarme a no querer ser más que una. Y me asusto, a cada instante, a cada palabra que escribo, a cada gesto que hago, de pensar que es un rasgo más, imborrable, de mi figura, que se fija; una figura dudosa, impersonal; una figura cobarde, puesto que no he sabido elegir y delimitarla fieramente.  Señor, concédeme no querer más que una cosa y quererla sin cesar…». 

Gide fue hijo único y siempre se sintió un niño no deseado. A los once años, la muerte de su padre provocó en él un sentimiento de desprecio hacia su infancia. Su madre, una señora dramática, asexuada, austera, tampoco lo salvó de la angustia y la culpa que sentía por ser como era. 

A los once años, la muerte de su padre provocó en él un sentimiento de desprecio hacia su infancia.

En su diario hay pasajes memorables acerca del insomnio que lo aquejaba; del placer que sentía al echarse al lado de un cuerpo desnudo; o de lo que pensaba de otros escritores (es famosa su amistad con Óscar Wilde). Una de sus frases más inolvidables, una de las que más atesoro y siempre repito es: 

«El artista debe contar su vida no tal como la ha vivido, sino vivirla tal como la contará». 

Eso pasa con quienes llevan diarios: convierten su vida, voluntariamente o no, en materia prima para escribir. Y quienes persisten en el ejercicio pueden alcanzar ese talento mayor que implica escribir sin miedo, arriesgándose en cada línea, como si nadie fuera a leerte nunca, pero deseando en silencio que te lean todos.   

 

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