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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 3 de septiembre del 2018

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 3 de septiembre del 2018

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Hace unos días regresé a Lima desde Madrid en clase «business». Desde el primer minuto me sentí un infiltrado, un polizón, un topo. Esa, como saben, es el área del avión pensada para alojar ejecutivos, gente que se dedica a hacer negocios, cerrar contratos millonarios, finiquitar acuerdos binacionales, es decir, poner en marcha el mundo. Miraba a mi alrededor y solo veía tipos ceñudos con cara de gerentes generales, funcionarios diplomáticos, líderes tecnológicos, fundadores de alguna corporación. Todos vestían como si al bajar tuviesen que asistir a una reunión de directorio o inaugurar un seminario. 

Yo viajé con jeans, luciendo mi viejo polo del demonio de Tazmania. No bien me ubiqué en mi sitio, me descalcé las zapatillas y extendí toda mi (no-tan-larga) humanidad en el asiento reclinable. De inmediato pasé a inspeccionar las novedades: los botones, las pantallas, las luces, los enchufes, los dispositivos, la carta con opciones de menú, la lista de licores exclusivos, los audífonos acolchados, la frazada polar, es decir, todas las gollerías que no conocen los pobres mortales que viajan apretados atrás, en la clase turista, que es la clase de aerolínea a la que en verdad pertenezco. 

Mientras revisaba las bondades de mi asiento percibí las miradas censoras de mis vecinos, tan acostumbrados a estos lujos. Más que como pasajero cuarentón debí haberme visto como un adolescente disfrazado de adulto, más o menos como el personaje de Tom Hanks en «Quisiera ser Grande», en la escena en que da infantiles vueltas sobre su silla giratoria después de haber sido nombrado vicepresidente de la compañía de juguetes. 

Antes solo había viajado una vez en «business». Fue el domingo 6 de noviembre del 2005, hace trece años. Lo recuerdo con exactitud porque esa noche Alberto Fujimori cayó preso en Chile y, en mi calidad de redactor de turno de la página política de El Comercio me comisionaron de urgencia a cubrir esa noticia histórica junto con el fotógrafo Lino Chipana. Preparamos el viaje apenas nos dieron la instrucción y cuando pasamos a recoger las tarjetas de embarque, la secretaria encargada de emitir los boletos nos miró con envidia: los únicos asientos disponibles en el siguiente vuelo eran en Primera.

Más que como pasajero cuarentón debí haberme visto como un adolescente disfrazado de adulto, más o menos como el personaje de Tom Hanks en «Quisiera ser Grande», en la escena en que da infantiles vueltas sobre su silla giratoria después de haber sido nombrado vicepresidente de la compañía de juguetes. 

Aquel había sido un domingo largo y pesado. Una vez en el avión, apoltronados en esos mullidos y extraordinarios asientos-cama, convencidos de que pasarían décadas antes de que volviésemos a viajar con tanta categoría, Lino y yo decidimos mantenernos despiertos y aprovechar hasta la última exquisitez de la cabina. La excitante idea de pasar las casi cuatro horas de viaje hasta Santiago a cuerpo de reyes, recibiendo atenciones solo destinadas a millonarios, anuló todo síntoma previo de cansancio. Recuerdo que comimos dos platos exquisitos cada uno (no esa pasta apelmazada, no ese arroz rancio, no esos enclenques muslos de pollo de la clase Económica), y —en un tete a tete memorable— nos administramos ríos de Etiqueta Negra, champaña y vino tinto. De repente, en medio de ese festín, mi cuerpo, como una lámpara cuyo único foco colapsa, se apagó. Quedé sumido en un sueño oceánico, denso, acuoso, surrealista: el típico sueño bonito de borracho feo, ese sueño que se goza pero jamás se recuerda. A mi lado, Lino permaneció despierto, como velándome.

Esta vez, trece años más tarde, después de pasar media hora reconociendo el ‘terreno’, traté de parecer menos advenedizo, así que bebí con moderación, dormí sin roncar (creo), y reí con prudencia en los momentos más desopilantes de Sideways, la película que terminó de hacer famoso a Paul Giamatti, que por cierto me gustó más que cuando la vi por primera vez (¿será que en «business» las películas mejoran?). 

Una vez en el Jorge Chávez, se me acabó la gracia de un plumazo: la cola de Migraciones fue especialmente tediosa, mis maletas salieron en penúltimo lugar y noté el tráfico del Callao más aparatoso que nunca. Supongo que fue bueno poner los pies literalmente en la tierra y volver a ser lo de siempre: un ciudadano más, sin privilegios.

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