Déjenme hablarles de ‘Tórtola’ Valencia, la bailarina sevillana que a inicios del siglo veinte causó gran agitación en sus dos visitas al Perú, adonde llegó contratada por empresarios que buscaban disipar con sus montajes la depresión mundial de la Gran Guerra.
Antes de venir había actuado ya en Buenos Aires, Santa Fe, Montevideo, Santiago, Viena, Londres, París y desde luego en diversas ciudades de España, donde se le conocía tanto por su arte como por darle rostro publicitario a un perfume de moda («Maja»), y por ser «la musa de los intelectuales», pues entre sus más rendidos admiradores figuraban poetas, pintores y escultores. Hombres como Rubén Darío, Pío Baroja y, más tarde, el barbudo Valle Inclán le dedicaron fogosos versos alusivos a sus contorsiones, sus ojos, sus pies, sus pechos, en fin, a todo lo que en ella había de exótico y voluptuoso. Esto decía Baroja de sus manos en 1914:
«Son terribles, sagradas y piadosas:
con tus uñas clavadas en mi cuello
moriría, creyendo que dos rosas
con sus espinas fieras y celosas
señalaban mi muerte con el sello
de las muertes gloriosas».
Su nombre real era Carmen Valencia pero en el ambiente de las revistas, las varietés y los cafés literarios todos la llamaban «Tórtola». Era una mujer de piel pulquérrima y ojos oscuros como caramelos. Diversas crónicas teatrales de esa época cuentan que cada vez que saltaba al escenario dejaba boquiabiertos a los asistentes con sus danzas orientales ejecutadas con los pies desnudos, los empeines pintarrajeados y, lo más notorio por el auditorio masculino, sin corsé. Tórtola no lo usaba porque era «la cárcel de los encantos femeninos».
De Tórtola se decía que era «la reencarnación de Salomé», «la heredera de Isadora Duncan», «la sucesora de Mata Hari». Se murmuraba que era hija bastarda de un cura y sobrina de Goya. Y se especulaba que tenía por pretendientes a reyes, príncipes, caciques y archiduques de toda Europa. El llamativo collar que pendía de su cuello, decían, estaba hecho con los dientes y cartílagos de un sultán marroquí que la enamoraba, pero que al verse rechazado por ella se quitó la vida de un sablazo.
Es fácil imaginar la convulsión social que esa mujer provocó al llegar a la señorial Lima de 1916. Con rápida naturalidad, se hizo amiga de escritores jóvenes, algunos de los cuales se convertirían con el tiempo en figuras prominentes de nuestra literatura, como Abraham Valdelomar, Alberto Hidalgo y José Carlos Mariátegui. Hipnotizados por los bailes y mitología de la española, le escribieron, a seis manos, un poema casi desconocido:
(V) «Tórtola Valencia: tu cuerpo en cadencia de un gran vaso griego parece surgir,
(H) y tu alma como una magnífica esencia embriaga a la mía cual un elixir.
(M) ¿Ha sido un milagro nuevo de la Ciencia que ha animado un noble vestigio de Ofir?
(V) Tú eres el milagro, Tórtola Valencia, mármol, vaso griego, Tangará, zafir.
(H) La América ruda de quechuas salvajes, con voz te saluda de brazos boscajes,
(M) y su voz es canto, rugido, oración. Y en la selva virgen de este continente
(V) eres bayadera venida de Oriente cual los Reyes Magos de la tradición»
Es curiosa la presencia de Mariátegui en ese círculo bohemio considerando la austeridad y discreción que siempre ha rodeado la figura del Amauta. Su vida adulta tuvo un cariz eminentemente político, pero de joven (un periodo al que él luego se referiría como «mi edad de piedra») Mariátegui participó muy animadamente de veladas teatrales, promovió polémicas incursiones noctámbulas al cementerio, e hizo entrevistas a los artistas que llegaban a la capital. Eso sí, no firmaba las crónicas con su nombre, sino con el seudónimo «Juan Croniqueur». Fue con ese alias que se presentó ante Tórtola Valencia el día en que le realizó una muy comentada entrevista para el diario «El Tiempo». No fue la única vez que escribió sobre ella, gracias a lo cual alcanzaron cierto grado de confianza, pues al cabo de unos meses ella le escribió una breve carta donde lo llama «amigo Juan», le envía un «cariñoso saludo a usted y todos los simpáticos amigos que tanto admiro en aquella deliciosa capital», y se despide con «un fuerte apretón de manos».
En su segunda visita, en setiembre de 1925, Tórtola se presentó en el teatro Forero (que años después se convertiría en el hoy bicentenario teatro Municipal). Allí estrenó la «Danza Incaica», donde encarnó a la hija de Huayna Cápac. La actuación le valió, además del aplauso unánime de la galería y la crítica, la Orden del Sol, entregada por el propio presidente Leguía. Dos años antes había merecido una distinción quizá más importante: los versos de José Santos Chocano. En el poema, titulado «La danzarina trágica», se leen encendidos párrafos como estos:
«Eres elegante y a la vez gitana,
dándote lo mismo gozar que sufrir;
complicadamente tu espíritu hermana
la rufianería bravía de Triana
con el donjuanismo del Guadalquivir».
«Eres tú la España de hierro: ¡la mía!
La España gloriosa y antigua eres tú…
Eres tú la España bélica y sombría,
que, como previendo tu arte, hizo un gran día
acuñar la frase de ‘Vale un Perú’».
«Tal cuando sacudes tu figura entera
en la espiral de una desesperación,
pienso yo, evocando cosas de otra Era,
en una hechicera que se retorciera
dentro de una hoguera de la Inquisición».
Hace unos días, revisando la interesantísima exposición virtual sobre el teatro Municipal alojada en www.descubrelima.pe, di con un afiche y una fotografía inéditos de la atrevida Tórtola Valencia. Su nombre e historia no me eran extrañas: años atrás, mientras hacía investigaciones para mi novela «Dejarás la Tierra», descubrí que uno de los más incondicionales seguidores de Tórtola fue mi abuelo, el poeta y periodista Luis Fernán Cisneros, quien quedó prendado de la hermosa sevillana cuando la vio actuar en el Municipal. No podría precisar si hubo o no un romance entre ellos, pero una prueba de la fascinación que avivó en Luis Fernán es el poema «La Marcha de Chopin, bailada por Tórtola Valencia», que empieza con este verso: «El corazón golpea en la penumbra como un bordón».
Es un poema triste. Tal vez cuando lo escribió, mi abuelo ya se había enterado del gran secreto de la enigmática Tórtola. Su homosexualidad. Había roto el corazón de decenas de hombres a lo largo de su vida, pero a la vez mantenía amores secretos con Ángeles, una joven trece años menor que ella que trabajaba como su secretaria personal y a quien acabaría adoptando como hija legal para cederle su herencia sin problemas.
Tórtola falleció en Barcelona en el invierno de 1955, hace sesenta y cinco años, en plena dictadura de Franco. Murió de insuficiencia cardiaca, rodeada de su colección de cuadros y joyas. De su pasado rutilante apenas quedaba una leyenda que ya nadie se molestaba en contar. Por prejuicio, su recuerdo había sido depositado en el silencio. Nadie más que Ángeles la acompañó en sus últimos días. Nadie.
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