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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 14 de febrero del 2019

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 14 de febrero del 2019

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Fue por Cineclub, la novela de David Gilmour —escritor canadiense, homónimo del guitarrista de Pink Floyd— que la otra tarde volví a ver “Calles Salvajes” (1973) de Scorsese.

En la novela, Gilmour narra cómo llega a un acuerdo con su hijo Jesse, de 15 años, después de que el chico le dice que quiere abandonar la escuela, pues no se concentra en las materias, sus notas son pésimas, el entorno lo desalienta. Lleno de dudas, el padre respalda la deserción de su hijo pero antes le advierte: “Está bien, no irás a la escuela ni tendrás que buscar trabajo. A cambio solo te pido que veas tres películas semanales conmigo. Esa será toda tu educación”.

La propuesta es temeraria y a la vez triunfal. A partir de ese instante padre e hijo acondicionan un sótano —el Cineclub—, donde pasan tres años viendo películas, desde “Los Cuatrocientos Golpes” hasta “El bebé de Rosemary”, pasando por “Tiburón”, “La Dolce Vita”, “El Padrino”, “Bajos Instintos”, “Por un puñado de dólares”, “Último Tango en París” o “Robocop”. Cada cinta es un pretexto para hablar de directores (Truffaut, Hitchcock, Wong Kar-Wai, Allen), o de actores (Clint Eastwood, Mastroianni, Brando), o de aspectos curiosos de los rodajes, pero sobre todo para provocar paralelismos entre las ficciones cinematográficas y la adolescencia de Jesse, hecha de incertidumbres, novias ingratas, resacas de tequila, ganas de surgir, y miedo a arruinar el futuro.

(...) mientras veía la película sentí que tenía que escribir acerca de ella, acerca de la novela, y acerca de cómo Gilmour logró salvar a su hijo con el cine.

Una tarde, refiriéndose a las emociones imperecederas que dejaron en él ciertos filmes, David le habla a Jesse de una secuencia puntual de “Calles Salvajes”: cuando Charlie (Harvey Keitel) ingresa al bar del barrio. “Cualquiera que haya entrado en su bar favorito un viernes por la noche sabe de qué momento se trata”, escribe Gilmour. Y entonces desde el otro lado, desde el lado del lector, yo —que interactuó con los libros, que, en la medida de lo posible, trato de someterme a los mismos estímulos sensoriales que viven los personajes— siento la repentina urgencia de volver a ver esa película. Enseguida la compro en Internet y la encuentro soberbia desde el minuto inicial, desde que Robert De Niro, joven, melenudo, manolarga, aparece caminando de ese modo desfachatado y deposita una bombarda dentro de un basurero de la Little Italy de Nueva York. Y luego, claro, llega la gran escena del bar. Y ahí está Charlie recorriendo el ambiente, bailando con las manos, saludando a los que allí concurren, celebrando la vida, y detrás de él la cámara de Scorsese nos muestra el fondo opaco, las luces bajas, las siluetas rojas. Y de fondo suena una canción —“Tell Me”, de los Stones—, que es la misma que oigo ahora al escribir, porque mientras veía la película sentí que tenía que escribir acerca de ella, acerca de la novela, y acerca de cómo Gilmour logró salvar a su hijo con el cine. Porque el chico no aprendió nada de matemáticas ni química viendo esas historias, pero conoció el mundo, el verdadero mundo donde se mueven hombres y mujeres, y entendió qué es lo que los inspira, los subleva, los enaltece o los devasta.

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