«Hay cosas que no deberían cambiar, cosas que uno debería poder meter en una de esas vitrinas de cristal y dejarlas allí tranquilas. Sé que es imposible, pero es una pena». «Eso es lo malo de estar deprimido, que uno no puede ni pensar». «Si haces algo bien, o te andas con cuidado o pronto querrás empezar a lucirte y entonces ya no eres tan bueno».
Por algún lado debe andar la libreta cuyas páginas rellené solo con frases de Holden Coufield mientras leía «El Guardián entre el Centeno». Por momentos, recuerdo, sentía estar transcribiendo el libro entero. Tenía entonces 28 años, de cierta forma había llegado tarde a la novela de Salinger, pero quedé igual de conmocionado que los millones de lectores adolescentes que desde 1951 vienen sintiéndose sacudidos por las desventuras y reflexiones de Holden, ese muchacho de dieciséis años que, tras ser expulsado de la escuela preparatoria por tercera vez, pocos días antes de Navidad, adelanta su viaje a Nueva York escapando de una segura confrontación con sus padres.
Desde su publicación, la novela —largamente criticada por la supuesta procacidad de su lenguaje y sus abiertas referencias sexuales— nunca dejó de venderse, leerse, celebrarse ni discutirse, todo lo cual le dio a Salinger una fama y visibilidad que hasta el final de su vida, recluido en una granja de New Hampshire, intentó combatir. No pocas veces el escritor querelló a personas naturales e instituciones que pretendieron vender sus libros de contrabando, tomar su nombre para realizar reportajes apócrifos u organizar dudosos homenajes, y son conocidas las escaramuzas públicas que sostuvo con más de un periodista o seguidor que osó fotografiarlo, por ejemplo, a la salida del correo o del supermercado.
Se llamaba Jerome David, sus amigos le decían Jerry pero las iniciales JD se convirtieron en la forma universal de identificarlo. El 1 de enero, habría cumplido cien años de nacido y el próximo 27 cumplirá nueve de muerto. Fue hijo de una familia acomodada de origen judío, dedicada a la importación de embutidos, negocio que él iba a heredar hasta que dos accidentes se cruzaron en su camino: la literatura y la Segunda Guerra Mundial. No hay duda de que la guerra marcó su biografía y su escritura. Antes de alistarse en un regimiento de infantería del ejército ya había publicado un relato en la revista literaria Story y enviado un cuento a The New Yorker, pero se convirtió en otro hombre y otro escritor después de la guerra. Cómo no iba a ser así si le tocó ver el horror durante el desembarco en Normandía (el Día D), las cruentas batallas de las Ardenas y del Bosque de Hürtgen, y la liberación del campo de concentración de Dachau.
Aunque lo último que podría decirse de «El Guardián en el Centeno» es que se trata de una novela «violenta», varios críticos señalan que el texto pone en evidencia los traumas psicológicos que aquella etapa militar dejó en Salinger.
Aunque lo último que podría decirse de «El Guardián en el Centeno» es que se trata de una novela «violenta», varios críticos señalan que el texto pone en evidencia los traumas psicológicos que aquella etapa militar dejó en Salinger. Para el periodista argentino Matías Bauso no hay nada de raro en esa tesis: «porque ¿qué es la adolescencia sino una guerra?. Una guerra de la que muchas víctimas salen con estrés postraumático».
A pesar de la discreción con que se condujo, la vida privada de Salinger está plagada de un frondoso y difundido anecdotario sentimental. Es conocido que fue novio de Oona O’neil, hija del Premio Nobel de Literatura Eugene O’neil. Se separaron por razones de la guerra y ella lo dejó para casarse con otro genio, Charles Chaplin. Es conocido también que, tras casarse y divorciarse de una médico alemana (se dice que fue una funcionaria nazi), desposó a la madre de sus dos únicos hijos, Margaret y Matt: la primera escribió una memoria no precisamente elogiosa sobre su padre («El guardián de los sueños», Deabte, 2002), mientras Matt se convirtió en actor haciéndose muy popular por interpretar nada menos que al Capitán América en 1990. Se sabe también que JD solía tener romances con mujeres bastante más jóvenes que él. A los 53 mantuvo durante siete meses una relación clandestina con la periodista y escritora Joyce Meynard, entonces de 18 años. En 1998, Meynard publicó un libro sobre aquella experiencia («At Home in the World»).
A Salinger le bastaron solo cuatro libros para convertirse en un narrador mayor, potente e indiscutible: «El Guardián en el Centeno», «Nueve cuentos», «Franny y Zooey», y «Levantad, carpinteros, la vida del tejado/Seymour: una introducción». Los cuatro escritos en apenas once años. Además hizo algo imposible de imaginar hoy entre los escritores de cualquier edad o nacionalidad: abrazó la misantropía, huyó de las cámaras, escapó de las entrevistas. Por más que Updike o Capote lo hayan criticado en su día, Salinger habló como nadie de la rebeldía, de la soledad, del miedo al cinismo del mundo adulto, del caos familiar, y logró que hordas de lectores de todas partes se sintiesen, por fin, como nunca antes, representados.
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