Fundación BBVA Perú
imagen

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 4 de marzo del 2021

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 4 de marzo del 2021

Comparte en:

De acuerdo a la construcción de la leyenda, su primer escenario fue la calle y su primera actuación ocurrió al momento de nacer, en 1915. Una placa colocada a la altura del número 72 de la rue de Belville, en París, asegura que su madre la parió en las escaleras del edificio. En la misma línea mitológica, su abuela la alimentaba con vino tinto porque era el líquido disponible en el prostíbulo que regentaba. También dicen que llegó a curarse de una ceguera crónica gracias a una cadena de oraciones. 

Quizás, lo único cierto en una infancia desgraciada es que la niña Édith Giovanna Gassion utilizó las herramientas que encontró en casa -la voz de una madre cantante, la necesidad, la desdicha, el abandono  y las acrobacias de un padre contorsionista- para configurar el estilo de la futura Édith Piaf, la cantante francesa más reconocida de todos los tiempos.

«Era alguien extremo, que atraía hacia ella acontecimientos y personajes extremos. Era inteligente y sensible, muy testaruda, con una mezcla de desesperanza y tiranía, pero todo lo hacía por su amor a la canción, por su deseo de compartir las emociones con el público», dijo en una entrevista la actriz Marion Cotillard, quien interpretó a Piaf en la película La Môme (La vida en rosa, en español) y cuya actuación le valió un Óscar. 

Esas emociones, que aprendió a compartir desde que cantaba el himno nacional de Francia en la calle para ganarse un pan, fueron talladas desde el sufrimiento y las privaciones. Fue abandonada por su madre y criada primero por su abuela materna (domadora de pulgas y alcohólica) y luego por la paterna (madame de un burdel) hasta convertirse a los 12 años en parte del elenco de teatreros y músicos ambulantes junto a su padre. 

Esas emociones, que aprendió a compartir desde que cantaba el himno nacional de Francia en la calle para ganarse un pan, fueron talladas desde el sufrimiento y las privaciones.

A los 17 años quedó embarazada de una hija que fallecería a los 18 meses. Entonces, ya  independizada del padre, se instala en la zona de Pigalle y se dedica a cantar  en veredas, bares y cuchitriles junto a su amiga Momone. Cuenta una leyenda que Édith tuvo que prostituirse para pagar el sepelio de su hija. Cuenta otra que el cliente le dio el dinero sin pedirle nada a cambio al quedar conmovido con su historia de amor y muerte. 

En 1935, “pálida, despeinada, sin medias, flotando dentro de un abrigo con los codos agujereados que me llegaba a los tobillos, cantaba un estribillo de Jean Lenoir”, según cuenta en su autobiografía El baile de la suerte, cuando llegó a su vida Louis Leplé, quien la invitó -sin todavía saberlo- a ser una estrella de la canción francesa.

Antes había intentado construirse a sí misma con nombres como Mademoiselle Édith, Tania, Denise Jaye o Huguette Helia. Leplé le puso la môme (la niña, en francés) y luego Piaf a secas (gorrión), nombre con el que Édith se apoderó de un repertorio inmenso ajustado a ese cuerpo pequeñísimo y frágil: La vie en rose, Hymne à l’amour, Padam-Padam, La foule, Les amants d’un jour, Mon Dieu, Non, je ne regrette rien o Milord.

Jean Cocteau, quien decía nunca haber conocido a un ser más desprendido de su alma, describió la impresión que causaba verla cantar. “Una voz que sale de las entrañas, una voz que la habita de los pies a la cabeza, despliega una alta ola de terciopelo negro. Una cálida ola que nos invade, nos atraviesa, nos penetra”.

“Una voz que sale de las entrañas, una voz que la habita de los pies a la cabeza, despliega una alta ola de terciopelo negro. Una cálida ola que nos invade, nos atraviesa, nos penetra”.

A pesar de convertirse en una diva de la chanson a ambas orillas de un océano, la mala fortuna siguió alimentando con dolores su voz y su vida. El boxeador Marcel Cerdan, su más grande amor, falleció en un accidente aéreo, dejándola sumida en una profunda depresión de la que se liberaría -a ratos- a través del alcohol,  de nuevos amores y del recuerdo de otros pasados, como Marlon Brando, Yves Montand, Georges Moustaki o Charles Aznavour. 

A lo largo de su vida, Édith Piaf encarnó todas las tristezas  y adicciones. La última a la morfina, producto de un accidente de tráfico, de la artritis que padecía, de un insomnio crónico y de una melancolía enraizada.  A los 47 años tenía el cuerpo de una anciana y un marido 20 años menor que ella, el griego Théo Sarapo, quien la acompañó hasta sus últimos días de gloria sin grandes alegrías. Murió un año después a causa de su debilidad hepática. 

Édith sufrió el abandono, la muerte, la guerra -fue acusada de colaboracionista aunque luego se descubrió que también ayudó a escapar a muchos prisioneros-, el amor, la pérdida, la fama, las adicciones, la pobreza. No tenía la necesidad de fingir cuando se ponía delante del público enfundada en su clásico vestido negro: ella había vivido mucho más de lo que sus canciones contenían. 

En los videos donde aparece cantando, se ve a una mujer atornillada al escenario, con la vista puesta en otra parte, en un lugar lejano que solo ella alcanza a ver. Prácticamente no se mueve. Gira la cabeza, se abraza a sí misma y canta esa composición de Michel Vacauire que, en principio, estuvo dedicada a la Legión Francesa, pero que con los años se transformó  en un himno a la vida sin arrepentimientos reconocible desde el primer acorde:

“No, no me arrepiento de nada”, canta Édith Piaf, que lo vivió todo.

“Nada de nada”, insiste. Por si no quedó suficientemente claro.

 

Édith Piaf (1915 – 1963)

Comparte en:

TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR