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Jaime Bedoya
Periodista y escritor

Dubidubidu

Publicado el 10 de noviembre del 2018

Jaime Bedoya
Periodista y escritor

Dubidubidu

Publicado el 10 de noviembre del 2018

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Benditos los incisivos supernumerarios de Farrouck Bulsara. Benditos los subarmónicos vibrantes de una laringe irrepetible. Mercury, hoy solo cenizas nadie sabe dónde, se hizo magia, nostalgia y alegría sonora en la tercera fila de un cine en Surquillo, repleto en lunes. Al diablo la crítica.  Déjennos vivir así: En estado de música.

Montábamos mansamente bicicleta en busca de ovnis un verano de 1978. Al llegar a casa de Rafael, el que casi fue cura, se le ocurrió poner el disco que su hermano mayor había traído de Estados Unidos y lo tenía alucinado. El grupo tenía nombre de mujer: Queen.

Crujió la adolescencia ante el chillido de la guitarra de Brian May, la sólida percusión de Roger Taylor y el bajo puntual de Deacon. Pero especialmente al recibir el torrente imparable de colores invisibles que brotaban de la garganta del cantante. Esa voz le cantaba a temas lo suficientemente banales como para atrapar a un adolescente -las mujeres potonas, al placer  sicomotor de montar bicicleta- pero con una plasticidad inmensa que replanteaba los terrenos previsibles de una canción de verano. Esto era otra cosa. Era Queen.

El cantante había escrito Bicycle race en un momento de ocio en Francia viendo el Tour de France. Para promocionar la canción antes de un concierto en Wembley el grupo alquiló 65 bicicletas que igual número de mujeres desnudas pedaleaban alrededor del estadio. Al devolver las bicicletas el arrendatario exigió que pagaran por 65 asientos nuevos. Esto era otra cosa. Era Queen. Su voz cantante encima tenía un nombre metálico y potencialmente tóxico: Freddie Mercury. El rock era el mejor tratamiento anti acné.

Paréntesis trivial: La guitarra eléctrica de Brian May, la de sus solos históricos, se la hizo su papá. A los 17 años no tenía el dinero para comprar una. Su padre, ingeniero electrónico, le dijo tráeme ese pedazo de chimenea, esa vieja mesa, consíguete algunas agujas y cosas de tu mamá y yo me encargo. Así nació la Red Special. Hicieron dos réplicas para que en la película el actor simulara que lograba con ellas lo mismo que conseguía el guitarrista astrofísico: Hacer que la madera hable.

Sylvester Stallone quiso comprar los derechos de Another one bites the dust como tema de apertura de Rocky III. Queen dijo no. Así nació a la fuerza una de las mejores peores canciones del mundo: Eye of the Tiger, de Survivor.

Rami Malek, actor que hace de Mercury en la película, tenía 10 años cuando el primero moría de una neumonía propiciada por el SIDA. Eran los tiempos en que esa enfermedad era incurable y los babosos históricos atribuían la mortandad homosexual a un castigo divino por haber elegido esa vida.

La incomodidad que refleja Malek con la prótesis dental que replica la dentición de Mercury es su postulado de Arquímedes: el punto de apoyo desde el cual la desadaptación existencial del músico, al florecer sonoramente, mueve al mundo. Malek es Mercury. La voz en la película, casi idéntica, es un prodigio de la multiplicidad de pistas sonoras, recurso tan caro a Freddie. Se trata de una mezcla entre las voces del propio Mercury, de Malek y de un sosías canoro del primero, el quebequense Marc Martel, el rey del yo soy Freddie Mercury del mundo mundial. Escúchelo y créalo en Youtube. Es la reencarnación aplicada a las cuerdas vocales.

Disco Club le ganó a MTV. Gerardo Manuel difundía videos musicales por televisión cuando aún ni siquiera existía el género. Por eso repetía necesariamente los mismos, persistencia musical subliminal que iba imprimiendo melodías eternas en el intangible sentimental del escolar peruano. Uno de esos videos repetidos a diario fue el de Rapsodia Bohemia.

El programa se transmitía en las tardes, después de clases. Su recuerdo regresa en clima de lonche y aroma a pezuña de media de nylon del uniforme único. El ácido valérico, la química detrás del olor a pie, era como ayahuasca al combinarse con esos casi seis minutos mercuriales.

Habrá tantas interpretaciones de Rapsodia Bohemia como oídos que la escuchen. Todas son válidas. Desde el relato de un pacto con el demonio, a la críptica salida del closet del autor cuando este se desdobla como asesino de si mismo ante su madre.

Para efectos musicales las explicaciones siempre serán poca cosa. Lo importante es que, como decía un filósofo que no creía en nada, la vida sin música sería un error. Y que detrás de una sonrisa incierta hay una canción hermosa esperando ser cantada.

Nada me importa en realidad Allá donde el viento sople.

Al terminar la película la gente aplaudió. Olía a canchita y era lunes.

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