1) Todas las mañanas mi esposa se levanta y acude al hospital a curar enfermos. Yo me quedo en casa escribiendo. Ella administra medicamentos, yo palabras, aunque más que administrarlas diría que peleo con ellas. Hay días en que puedo tardar una hora debatiendo la pertinencia de tal o cual adjetivo, o forzando la unión de términos que se repelen como imanes que se resisten a estar juntos. Cuando concluyo esa operación semántica no puedo evitar pensar que, en ese mismo lapso de tiempo, mi esposa quizá haya salvado una vida. Es decir que, mientras me sumerjo en mis cotidianas deliberaciones lingüísticas de las que no salgo precisamente satisfecho, ella contribuye directamente a la supervivencia de la especie. Su triunfo es rotundo, mi derrota también. Podría deprimirme y pensar en conseguir un trabajo «serio», si no fuera por un viejo convencimiento: los libros son una especie de droga curativa, y solo por eso su escritura es un acto en el que vale la pena persistir, y persistir supone fracasar y, a veces, el fracaso es una manera sigilosa de imponer tu mirada sobre el mundo.
2) El próximo sábado se celebrará en Madrid la Marcha del Orgullo Gay. Espero ir. El año pasado estuve a punto de sumarme a las manifestaciones, pero a última hora me eché para atrás. «Soy un desastre como defensor de los derechos minoritarios», pensé. Luego maticé mi opinión, porque a medida que la calle iba tiñéndose con los colores del arcoíris y la multitud comenzaba a lanzar consignas reivindicatorias, yo, hundido en el sofá, me iba sumergiendo en una novela de Rafael Chirbes, «Paris-Austerlitz» (la que, por cierto, tardó veinte años en escribir). La novela cuenta la historia de dos hombres que se aman y viven las postrimerías de ese amor en un hospital, donde uno de ellos, infectado de sida, está por morir. En esas páginas —claramente iluminadas por Manuel Puig o Jaime Gil de Biedma— el lector ingresa a un mundo homosexual hecho de dilemas, pasiones clandestinas, silencios y frustraciones, pero a la vez galvanizado por una vitalidad impactante. «El amor es un feliz engaño al que uno se somete de buena gana. Un fuego que se enciende porque sí y se extingue no se sabe por qué». Recuerdo que al cerrar el libro pensé que a veces, frente a determinadas causas aún no conquistadas, leer sirve tanto como marchar.
3) Después de llevar a mi hija al colegio me quedo en un café hojeando «2666», de Roberto Bolaño (siempre releo La Parte de Archimboldi, mi capítulo predilecto). Además de leer y releer al escritor chileno, considero clave escucharlo. Sus reflexiones sobre el jugarse la vida escribiendo son vitamínicas para quienes sienten que su apuesta por la literatura eventualmente tambalea. En Internet, entre las entrevistas disponibles, se encuentra una conversación de fines de los años noventa entre Bolaño y el poeta también chileno Pedro Lemebel, en ese momento conductor o anfitrión de un programa en Radio Terra. La charla pronto se ve interrumpida por la presencia en la cabina de una profesora, Raquel Olea, quien se pone a debatir con Bolaño sobre el concepto de las «literaturas nacionales». La lucidez, pero sobre todo la pasión y elegancia con que el escritor despluma los postulados academicistas de Olea es sensacional. Al año, escucho esa discusión dos veces como mínimo. El español Enrique Vila Matas afirma que Bolaño adoraba tanto la polémica que, en una ocasión, «luego de que le hablé muy mal de Bush en una conversación sobre Norteamérica, él pasó a defender un aspecto de la administración Bush, no porque creyera que fuera positivo, sino solo para poder discutir conmigo y eventualmente convencerme».