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Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 27 de noviembre del 2020

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 27 de noviembre del 2020

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Mucho antes de convertirse en el fenómeno mediático y planetario, en la llamada princesa del pueblo y en la mujer más querida, fotografiada y perseguida de su tiempo, Diana Spencer era una joven de 18 años que compartía departamento con tres amigas y trabajaba en una pequeña escuela de educación infantil. Para entonces ya había devorado las novelas románticas de Bárbara Cartland, donde normalmente el hombre apuesto se casaba con la chica linda y vivían felices para siempre. Sarah, la mayor de los Spencer, había tenido una relación breve con un príncipe que andaba tras la pista de una joven noble, hermosa y virgen para, algún día, convertirla en reina. Para suerte o desgracia, Diana sería la elegida.

Pero los cuentos de hadas se cumplen, sobre todo, en el papel. 

En la vida real, Diana Spencer tuvo una infancia triste desde que sus padres decidieron divorciarse. La madre, a quien adoraba, no obtuvo la custodia de los hijos y Diana, una niña risueña y traviesa, como la recuerda su hermano, Charles, en el documental The Story of Diana, se quedó de pronto aislada tras las paredes de la enorme y mítica Althorp House, a 120 kilómetros de Londres, en Inglaterra.

“Fue una infancia muy triste. Nuestros padres estaban muy ocupados en sus propios asuntos. Mamá siempre lloraba. Papá nunca nos hablaba sobre el tema y nosotros jamás podíamos hacer preguntas”, dice Diana en el libro Diana: Her True Story – In Her Own Words.

“Fue una infancia muy triste. Nuestros padres estaban muy ocupados en sus propios asuntos. Mamá siempre lloraba. Papá nunca nos hablaba sobre el tema y nosotros jamás podíamos hacer preguntas”

Antes de casarse, Diana y Carlos salieron juntos no más de diez veces y casi nunca solos. Ella cumplía con los requisitos para formar parte de la familia real británica: no pertenecía a la nobleza, pero era de familia aristocrática y, especialmente, era lo suficientemente joven (19 años) para no tener un pasado. 

El día del compromiso y frente a las cámaras un periodista le preguntó si estaba enamorada y ella respondió que sí, por supuesto. Carlos, en cambio, dijo esa frase tan dudosa que torció el gesto de Diana y que Josh O´Connor y Emma Corrin han interpretado con tanta solidez y verdad en la cuarta temporada de The Crown. “Lo que sea que el amor signifique”, dijo y, en ese instante, algo se craquela. Diana pudo salir corriendo, mantener su sueño de ser bailarina de ballet o de tap, volver al anonimato y ser libre, pero todavía creía en los cuentos de hadas. Seis meses después se casaron y su boda fue seguida por 250 millones de personas en todo el mundo. 

En ese periodo de tiempo se volvió bulímica producto del encierro, sobrepasada por la súbita concentración de atención de la prensa y por la sensación de un amor que, a pesar de cumplir con todos los elementos de la fantasía y el ideal de felicidad, no era correspondido del todo. Luego se daría cuenta, como dijo en la famosa entrevista al periodista Martin Bashir en el programa Panorama de 1995, que su matrimonio era entre tres personas: Carlos, Camila y ella. 

La gente se enamoraba de Diana. Por primera vez alguien de la realeza se mostraba cercana, tenía un poder de atracción enorme, una personalidad magnética, independencia, convicción, procuraba felicidad y protección a sus dos hijos e intentaba desviar la atención de la prensa hacia las causas que ella consideraba fundamentales. Visitaba  a los enfermos de VIH, se involucraba en causas humanitarias en África y apoyaba la erradicación de minas antipersonales en Bosnia. En otras palabras, prestó su voz a los desfavorecidos y a los olvidados.

Visitaba a los enfermos de VIH, se involucraba en causas humanitarias en África y apoyaba la erradicación de minas antipersonales en Bosnia.

Pero la prensa amarilla quería, especialmente, cercar su vida privada y someterla  a un nivel de acoso hasta entonces impensable y que solo crecería con el tiempo. “¿Cuál fue la necesidad de que el público supiera? ¿Por qué era de interés público?”, le preguntaron a Kelvin Mackenzie, editor del periódico The Sun, durante el juicio por las filtraciones de conversaciones telefónicas privadas entre Carlos y Camila y entre Diana y James Hewitt, con quien mantuvo un breve romance. 

Con Diana se afianzó el periodismo más ruin. Nunca antes la prensa había invadido la privacidad de una persona de la forma como hicieron con ella. Una foto suya robada podía alcanzar el medio millón de dólares, sus teléfonos eran intervenidos, tenía a un centenar de fotógrafos en cada rincón que pisaba. Se creó una cadena de horror: el público quería saber todo acerca de su vida y los medios dedicaban tiempo y fortunas en convertir su intimidad en objeto de escrutinio. 

“De todas las ironías de Diana, quizás esta era la mayor: una chica que recibió el nombre de la antigua diosa de la caza fue, al final, la persona más cazada de la era moderna”, dijo su hermano Charles en el funeral que congregó a un millón de británicos y fue seguido por 2 mil millones de personas en todo el mundo. Ese día “el centro de Londres era un cementerio. No había tráfico. Nada. Excepto la gente de camino al funeral. Era como si hubiera ocurrido una explosión nuclear, que en cierta parte así fue”, recuerda una periodista en el documental The Story of Diana. 

Diana había muerto a los 36 años en el accidente que todos recordamos. París, Puente del Alma, un auto perseguido por fotógrafos en moto, un conductor ebrio y ella y su compañero, Dodi Al Fayed, sin cinturón de seguridad. Una vida, como tantas otras, interrumpida por la tragedia. La mujer que el mundo adoraba había, finalmente, logrado reconducir su vida por el camino que consideró correcto: ser ella misma. Pero una existencia partida no le alcanzó para terminar de escribir la historia y darnos la esperanza de que algunas veces los finales también pueden ser felices.

Diana de Gales (1961 -1997)

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