En la biblioteca de mi padre, pródiga en volúmenes de temática militar pero austera en el apartado literario, había un ejemplar de las «Rimas» de Bécquer. Supongo que lo mismo ocurría en otras casas, pues ese era el clásico librito que facilitaban los adultos cuando se trataba de «leer poesías» (sic); y quizá el que hasta hoy mejor sintetiza lo que ciertas generaciones entienden por «romanticismo».
De todas las «Rimas», la número veintiuno sigue siendo una de las más populares:
«¿Qué es poesía?–dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul–.
¿Qué es poesía?
¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… eres tú».
El próximo 17 de febrero se cumplirán 185 años del nacimiento del poeta sevillano (el autor español más leído después de Cervantes); sin embargo es mañana, 14 de febrero, la fecha en que más se le menciona y recuerda.
De Bécquer se sabe lo fundamental, aunque sus biógrafos caen muchas veces en distorsiones («es muy difícil para todo biógrafo poner en orden el corazón del hombre Gustavo Adolfo Bécquer», ha dicho el poeta Rafael Montesinos). Se sabe que a los once años ya había quedado huérfano de padre y madre. Que su primera vocación fue la pintura. Que estaba muy unido a su hermano Valeriano. Que vivió pobremente, ganándose la vida como eventual colaborador de periódicos y otras labores afines. Que escribió también obras de teatro, zarzuelas. Que no se ocupaba con esmero de sus hijos. Que le gustaba llevar vida de bohemio y aspecto desprolijo. Que enfermó de sífilis. Que nunca vio publicadas sus exitosas «Rimas». Que murió a los 35 años producto de «una granulia con sus siembras en todos los órganos y una ictericia caquéctica». Y que alcanzó la gloria póstumamente.
«es muy difícil para todo biógrafo poner en orden el corazón del hombre Gustavo Adolfo Bécquer»
Hablemos más bien de la mujer a quien compuso esos versos que durante siglos parejas de diferentes latitudes y procedencias han usufructuado como método de cortejo. Esa mujer claramente no fue la antipática Casta Esteban, quien en 1861 se convirtió en su esposa y a la larga en madre de sus dos hijos. Se casaron por imposición («lo casaron», afirma su amigo Julio Nombela) y mantuvieron una relación difícil, álgida, marcada por pleitos, separaciones y mutuas infidelidades: ni él eran tan leal –de ahí sus conocidas enfermedades venéreas– ni Casta era tan casta (su tercer hijo, extramatrimonial, lo concibió con un ex novio).
Hubo, en cambio, otras mujeres que sí impactaron la vida sentimental de Bécquer: Julia Cabrera, por ejemplo, la novia adolescente a la que abandonó en Sevilla poco antes de marcharse a Madrid. Dicen que la joven nunca dejó la soltería esperando infructuosamente a Gustavo Adolfo.
La mayoría de las «Rimas» fueron compuestas para Julia, pero no para «esa» Julia, sino para otra, Julia Espín, de quien se dice fue el gran amor del escritor, aunque a la vez causante de sus tristezas más recónditas.
Algunos biógrafos opinan que Espín –muchacha altiva, morena, delgada, de cabellos rizados– fue un «amor platónico» de Bécquer; otros garantizan que entre ambos surgió una relación, aunque remarcan que Julia Espín nunca se dejó conmover por las rimas ni los dibujos del pretendiente. No solo le deparó constantes rechazos, sino que lo calificaba de «hombre sucio». Es lógico pensar entonces que sus poemas más aplaudidos, esos que han llevado a enamorarse a tantos padres y abuelos, los escribiera un joven dominado, no por el amor, sino por la rabia y el desengaño.
Tan idealizada tenía Bécquer a Julia que convirtió sus ojos negros en pupilas azules para componer la mentada Rima 21, aunque existe la posibilidad de que con ese celebrado verso el poeta se refiriera más bien a Josefina, la hermana de Julia, cuyos ojos claros también lo sedujeron.
Tan idealizada tenía Bécquer a Julia que convirtió sus ojos negros en pupilas azules para componer la mentada Rima 21
La fábula romántica asigna a Bécquer aventuras varias: con una vecina toledana, una condesa mexicana, una señorita de nombre Lenona y hasta con una monja de clausura. Sobre ninguna hay certeza, pues antes de morir el poeta pidió quemar toda su correspondencia privada, rompiendo así el único puente que unía su escritura con su vida.
Hay, sí, una mujer más en la relación: la famosa Elisa Guillen. Para muchos fue un personaje inventado o prefigurado por Bécquer, un seudónimo usado en poemas y cartas para referirse a la reticente Julia Espín (un dato que corroboraría esta tesis es que el segundo apellido del padre de Julia era precisamente Guillén).
La Elisa que existió fue otra, Elisa Rodríguez Palacios, la delicada rubia hija de un violinista del Teatro Real. Según una posterior declaración de sus familiares, ella habría mantenido un romance con «con un poeta pobre y enfermo de nombre Gustavo Adolfo».
Hombre marginado, escritor cursi, héroe romántico, el individuo Bécquer ha sido devorado por el mito Bécquer. Lo único cierto es que sus obras seguirán leyéndose mucho tiempo más, por lo menos mientras las parejas mantengan viva la casi olvidada tradición de intercambiar versos, de prestarse palabras de otros para decirse a la cara lo que sienten.