El narrador de “Peluquería y Letras”, novela paródica del mexicano Juan Pablo Villalobos, va a cortarse el pelo un viernes en Barcelona. Una vez que llega al local se acomoda en una silla y le confía su estrafalaria cabellera a una peluquera bretona. A mitad del corte, la mujer se mutila un dedo y, al ver su falange caer en medio del pelo del cliente, sale corriendo. Al narrador no se le ocurre mejor idea que buscar en su cabeza el pedazo de dedo amputado y guardarlo en un frasco.
No puedo evitar reírme de la escena, pero enseguida me quedo quieto a pedido de Iván, el peluquero que mensualmente me rebaja la melena en su barbería de Madrid. Al salir, busco una banca para seguir leyendo y saber qué ocurrió finalmente con la pobre peluquera bretona. Varios minutos después cierro el libro y me quedo pensando en la antigua relación entre peluqueros y escritores. Hace un tiempo, el escritor catalán Jorge Carrión se preguntaba en Twitter: “¿En qué se parecen los peluqueros y los escritores?” Y a continuación respondía: “En que tanto unos como los otros están acostumbrados a hablar a través de un espejo”.
Será por eso que muchos autores han escrito sobre peluqueros y peluquerías.
En abril de 1909, la sociedad de peluqueros británicos inició una rebelión contra los barberos extranjeros, la mayoría alemanes, e hizo circular un documento instando a los ciudadanos a “pararse y pensar antes de ser clientes de un barbero extranjero”. Acusaban a sus competidores foráneos de ser anarquistas, serviles y deshonestos. El implacable G.K. Chesterton escribió un magnífico artículo sugiriendo a sus compatriotas peluqueros que, en lugar de perder el tiempo en riñas legales, apostaran por una solución más imaginativa: “si algún poder creciente entre nosotros no es inglés, al menos seamos ingleses nosotros, es decir, con sentido del humor, sanos, tolerantes y desdeñosos de los pesimistas”. También se refirió al noble oficio del barbero diciendo: “los barberos existen para hablar a los hombres de sus calvas, al igual que los sacerdotes les hablan de sus pecados”. Son, afirma Chesterton, una raza “austera, robusta y heroica”. (El artículo aparece en un volumen titulado justamente “La amenaza de los peluqueros”).
Hay también peluqueros que no despiertan odios, sino todo lo contrario. Recuerdo un relato del español Vicente Molina Foix, El peluquero de verdad, que empieza con la siguiente frase: “Cuando empecé a ser homosexual sólo me acostaba con peluqueros, y no era manía, sino la realidad del momento”. Hay otros peluqueros ficticios que buscan averiguar la verdad, como Tomas Prinz, el peluquero de divas que a su vez actúa como detective primerizo en “El primer caso del peluquero”, novela policiaca del alemán Christian Schünemann
Hay, por otro lado, peluqueros que se hicieron conocidos por haberse pasado años trasquilando la cabeza de genios literarios. Pienso en Ramón Cifuentes, quien durante más de una década acudió a la casa de Mario Vargas Llosa en Barranco para ocuparse de sus urgencias capilares. Gracias a don Ramón sabemos que nuestro Nobel tiene un remolino infranqueable en la parte delantera del cráneo, que nunca ha querido entintarse las canas, y que, más de una vez, ha interrumpido las sesiones de peluquería para anotar en un papel las anécdotas que le contaba don Ramón.
Hay, por otro lado, peluqueros que se hicieron conocidos por haberse pasado años trasquilando la cabeza de genios literarios.
Similar es el caso del italiano Pietro Morittu, peluquero de García Márquez por más de veinticinco años. El colombiano visitaba una vez al mes su barbería, ubicada al sur de Ciudad de México, y le daba instrucciones precisas sobre cómo dejarle el bigote: “espeso, rebajado y sin volumen”. Incluso cuando la peluquería creció y Morittu colgó las tijeras para ocuparse de asuntos administrativos, Gabo persistía en que sea él y no otro quien lo atendiera: “A mí la navaja en el cuello solamente me la pone Pietro”.
Borges nació en Buenos Aires, pero desde niño visitó con frecuencia la provincia de Adrogué. Allí funcionaba la peluquería de Faustino Cammarota, a quien Borges ofreció el mayor de los homenajes literarios: convertirlo en personaje. En “Seis problemas para don Isidro Parodi”, escrito a cuatro manos entre Borges y Bioy Casares (firmado por el autor ficticio Horacio Bustos Domecq), el personaje central, don Isidro, dueño de una barbería, está fielmente inspirado en Faustino Cammarota (tanto el personaje como el original cebaban el mate en un jarrito de loza celeste). Cuentan que Borges visitaba habitualmente esa peluquería, aún sin necesidad de cortarse el pelo, solo para husmear en las conversaciones de los clientes y recoger detalles que luego transformaba en literatura.
Si hablamos de peluqueros en ficciones, no podemos dejar de mencionar al fantástico Cristóforo Palomino, Palomeque, el peluquero de “País de Jauja”, novelón de Edgardo Rivera Martínez. Palomeque, que además de cortar pelo da clases de latín, se nos presenta como un personaje librepensador, malhumorado, pero sobre todo racista, que vive jactándose de no ser “tísico, indio ni cholo”.
Hay otros relatos notables que transcurren en peluquerías. Pienso en “La Calma”, de Raymond Carver, donde un cliente conversa con tres hombres que esperan su turno sentados; la situación parece trivial, sin embargo, las historias que van contándose son de un dramatismo paralizante. También pienso en “La barbería”, de Antón Chejov, ahí el sensible barbero Makar Kuzmich Blestkin se entera por boca de su padrino, quien ha llegado a cortarse el cabello antes de asistir a una boda, de cierta información relativa a su novia; Makar cae en un repentino pozo de tristeza que le impide terminar su trabajo, dejando al padrino con la mitad de la cabeza pelada. Otro muy bueno es “En la peluquería”, del noruego Kjell Askildsen, donde un anciano solitario camina una tarde hasta la barbería del barrio para sentirse acompañado por el peluquero y los viejos clientes, pero a cambio encuentra a un puñado de jóvenes que lo ignora por completo.
Pienso en “La Calma”, de Raymond Carver, donde un cliente conversa con tres hombres que esperan su turno sentados; la situación parece trivial, sin embargo, las historias que van contándose son de un dramatismo paralizante.
No olvido un magistral cuento de Julian Barnes llamado “Una breve historia de la peluquería”, donde se cuentan tres momentos de la vida del personaje central, Gregory, a partir de sus visitas al peluquero.
Con su venia, permítanme traer a colación las peluquerías donde he dejado mechones regados por el suelo a lo largo del tiempo. La peluquería Todos, de San Isidro; o la peluquería El Pacífico de Miraflores, al lado del cine del mismo nombre, donde atendían unos señores vestidos como dentistas que maniobraban las tijeras con rencor. Cada vez que voy a Lima me atiendo en Baron’s de Surco, la peluquería regentada por Wilber, a quien conozco hace veinte años, él no precisa ninguna indicación, sabe cómo me gusta llevar el pelo, y sabe también cuándo estoy de ánimos para hablar de política o de fútbol y cuándo prefiero sumirme en la lectura de una de sus revistas.
Si algún día me dedicara a ese negocio y abriera mi propia barbería, la bautizaría tomando el inolvidable y a la vez enigmático nombre de la peluquería huancaína en la que resbalé por urgencia un día del 2010: “Peluquería El Golfo Pérsico”. Lo inaudito era el eslogan: “cortamos mejor que Saddam”.