En el colegio nos enseñaron mal al Inca Garcilaso de la Vega. Nos hicieron leer fragmentos de sus ‘Comentarios Reales’ y memorizar los hitos más saltantes de su biografía, pero nunca dijeron nada, al menos nada muy persuasivo, respecto del gran conflicto emocional que lo llevó a escribir ese libro por el que, siglos más tarde, sería reconocido en todo el mundo hispano.
Es un lugar común referir a Garcilaso como contemporáneo de Shakespeare y Cervantes (los tres curiosamente fallecieron un 23 de abril, coincidencia que en 1989 llevó a Unesco a elegir esa fecha como el ‘día internacional del libro’); sin embargo, es más importante destacarlo como el primer escritor mestizo y la figura más representativa de la literatura en el Perú.
Es precisamente de su condición mestiza de donde surge el conflicto que da pie a su escritura, porque el inca Garcilaso fue hijo bastardo de un militar español de Extremadura, el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, y de su concubina, Isabel Chimpu Ocllo. Aunque hijo natural, ilegítimo, su sangre era noble por ambas partes: su padre descendía de una familia de ilustres escritores, mientras su madre era ‘ñusta’, una princesa inca, sobrina del último emperador, Huayna Cápac, y prima de Huáscar y Atahualpa.
Su nacimiento, como el del Perú, fue el resultado del encuentro –o más bien la colisión– de dos mundos, pues descendía tanto del imperio conquistado como del imperio conquistador. Y si su origen es el nuestro, podría decirse entonces que nuestra identidad –o al menos el relato de nuestra identidad– se inició con esa fractura, esa falla tectónica que quizá explique en algo los numerosos desencuentros que hasta hoy nos impiden integrarnos. Para el periodista José Vadillo Vila, Garcilaso es un «rompecabezas», «un hombre atrapado bajo el umbral de dos mundos», «un espejo donde nos miramos todos los peruanos».
Su nacimiento, como el del Perú, fue el resultado del encuentro –o más bien la colisión– de dos mundos, pues descendía tanto del imperio conquistado como del imperio conquistador.
Pensemos que durante su infancia y adolescencia, allá en Cusco, Garcilaso fue testigo directo de la eclosión del incanato y del trauma sangriento que supuso la conquista. Creció en medio del ocaso de la sociedad que lo había acunado. Por si fuera poco, con 13 años le tocó ver el desmoronamiento de su propia familia, pues sus padres debieron separarse debido a una discriminadora ordenanza de la Corona española, aunque más adelante reanudarían sus vidas sentimentales con otras parejas. De hecho, él se fue a vivir con su padre y su madrastra. De su madre habla poco en su obra; se especula que no le habría perdonado el haberse casado con otro hombre español.
A los 21 años viajó a España sabiendo que no volvería al Perú. Lo hizo en cumplimiento de una disposición testamentaria de su padre. Muchos años más tarde, viviendo en Montilla, Córdoba, inauguró nuestra literatura en lengua española con textos fundamentales como «La Florida del Inca» y los ya mencionados «Comentarios Reales», en los cuales –más novelista que historiador, con una prosa cautivadora– trastocó los relatos verídicos de sus parientes indígenas en hermosas narraciones épicas acerca de la caída del Tahuantinsuyo, y dejó grabado su admirable testimonio de hombre que, siendo dos cosas opuestas, indio y español, intentaba comprenderse a sí mismo con equilibrio.
Y dado que, por nacimiento, herencia y educación, era al mismo tiempo indio, mestizo, blanco, hispano-hablante, quechua-hablante, italiano-hablante, cusqueño, montillano, cordobés, peruano, español, americano y europeo, pudo otorgarle a nuestra lengua, la lengua de Castilla, una proyección universal.
A los 21 años viajó a España sabiendo que no volvería al Perú. Lo hizo en cumplimiento de una disposición testamentaria de su padre.
Recuerdo que de chico, cuando visitaba a mi tío Luis Jaime, el mayor de los hermanos de mi padre, muchas veces lo encontraba leyendo a Garcilaso en voz alta. Uno de sus pasajes favoritos de los Comentarios Reales» era ese donde se cuenta la historia del capitán de marina Pedro Serrano, quien en 1526 vio morir a la tripulación de su bergantín luego de que la nave atracara violentamente contra un banco de arena en el Caribe. A él lo salvaron recién ocho años después.
Dos siglos después de ese incidente, en 1719, el panfletario liberal inglés Daniel Defoe deformó el episodio histórico del capitán Pedro Serrano para nutrir la epopeya de su personaje más famoso, ese gentleman culto y despótico llamado Robinson Crusoe. Eso lo supe también gracias a Luis Jaime, quien en la navidad de 1985 me regaló una edición ilustrada de Robinson.
Es vital que en el año del bicentenario de la república revisemos con detalle la gestación de nuestro país, su prehistoria antes de la independencia. Si mañana, domingo 11, nos toca pensar en el futuro, aprovechemos el lunes 12, aniversario del nacimiento de Garcilaso, para leer algún pasaje de los Comentarios y viajar de su mano al pasado que nos une.
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