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Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 13 de noviembre del 2020

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 13 de noviembre del 2020

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En 1821, el tifus, el cólera y la tuberculosis eran enfermedades endémicas y la esperanza de vida no alcanzaba la treintena. En aquellos tiempos, en un hogar de Yorkshire, al norte de Inglaterra, María, una niña de 11 años leía el periódico a gritos para que sus hermanos menores no escucharan la agonía de su madre. El padre, el reverendo Patrick Brontë, no pudo hacerse cargo de los seis hijos y se quedó en casa con el niño, Bramwell, y la más pequeña, Anne. Las cuatro hijas restantes terminaron en internados pobres y húmedos donde las penitencias y los castigos acabaron con la vida de dos de ellas. 

Charlotte y Emily sobrevivieron.

Al regresar a casa, Patrick, ultraconservador, seco y distante pero culto y con un verdadero amor por la poesía y la literatura, se hizo cargo de la educación de los pequeños Brontë. Inseparables en una rutina de costura, lecturas y fantasía, crearon la Confederación de la Ciudad de Vidrio, un universo imaginario (algo parecido a los actuales juegos de rol), donde Charlotte y Bramwell administraban el reino de Angria y Emily y Anne el de Gondal. Así empezaron a escribir historias de una enorme complejidad en cuadernos diminutos. Era un juego, un reino de mentira que contribuiría a forjar sus cualidades literarias, pero también un mecanismo de evasión, un lugar seguro en una realidad atravesada por el sufrimiento, el frío, las pérdidas y las carencias. 

“¿De dónde saca el escritor lo que escribe? ¿Nacen sus novelas de lo que sabe o de lo que teme? ¿De lo que ha vivido o de lo que ha soñado?”, se pregunta Rosa Montero en Las hermanas Brontë, valientes y libres.  

La obra de Charlotte, sus poemas, Jane Eyre, Shirley, Villette, The Professor y la inacabada Emma, está compuesta de todos esos retazos: de lo que supo, temió, vivió y soñó. La mayoría de sus heroínas son huérfanas, viven en lugares inclementes y luchan por su independencia en condiciones sociales opresivas, en medio de la soledad y la nostalgia que la propia autora sintió en carne viva. 

La obra de Charlotte, sus poemas, Jane Eyre, Shirley, Villette, The Professor y la inacabada Emma, está compuesta de todos esos retazos: de lo que supo, temió, vivió y soñó

Como mujer, Charlotte no debía escribir. Se lo dijo el poeta Robert Southey, a quien le envió sus primeros poemas. “Son buenos, pero la literatura no puede ser el objetivo en la vida de una mujer”, le contestó. Aun así, Anne, Emily y Charlotte publicaron una colección de poemas, pero bajo los seudónimos masculinos de Currer, Ellis y Acton Bell. Vendieron dos ejemplares, pero no se rindieron. 

En 1847, Charlotte o Currer Bell publicó Jane Eyre y obtuvo, bajo el supuesto de que se trataba de un hombre, un éxito inmediato. 

“Cuando pensamos en ella tenemos que imaginar a alguien que no tuvo suerte en nuestro mundo moderno; nuestras mentes deben remontarse hasta la década de 1850, hasta una remota casa parroquial sobre los agrestes páramos de Yorkshire. En esa casa parroquial, y sobre esos páramos, desgraciada y sola, en su pobreza y su exaltación, permanece para siempre”, escribió Virginia Woolf sobre Charlotte Brontë.

En su vida cotidiana se ganaba la vida como profesora e institutriz a pesar de que odiaba a sus alumnos por considerarlos unos “patanes apáticos”.  La mujer, que uno de sus grandes defensores -el escritor William Makepeace Tackeray- describió como “una pequeña persona muy austera”, vivió siempre al borde de la anorexia y de amores no correspondidos, como el profesor belga casado y con hijos, Constantin Heger, por el que perdió la cabeza. O su editor, George Smith, a quien, en una mezcla de lucidez y dignidad le escribió la siguiente carta al enterarse que se casaba con otra:

“Mi querido señor, tanto en las grandes felicidades como en los grandes dolores, las palabras de simpatía deben ser pocas. Acepte mi carta de felicitaciones…y créame”.

En esa casa parroquial, y sobre esos páramos, desgraciada y sola, en su pobreza y su exaltación, permanece para siempre”, escribió Virginia Woolf sobre Charlotte Brontë.

En 1849, Charlotte acompañó a su hermana Anne, enferma de tuberculosis, a las costas de Scarborough para pasar sus últimos días mirando el mar. Un año antes, Bramwell moría debido a su adicción a los opiáceos y al alcohol. Al poco tiempo, Emily también falleció con 30 años recién cumplidos.

La más longeva de los Brontë se comprometió con Arthur Bell, un joven sacerdote que asistía a su padre en la parroquia. No estaba enamorada, pero se dejó querer. Sin embargo, víctima de una debilidad crónica, de un embarazo que no procedió y de una tristeza honda y profunda, falleció al cumplir los 39 años cuando parecía que estaba a punto, finalmente, de ser feliz. 

El único retrato de las tres hermanas escritoras es un lienzo doblado en cuatro, pintado con pésimo trazo por Bramwell, el conflictivo y fracasado Brontë cuyo perfil también se adivina en el cuadro. El retrato, del que se tenían noticias por la biografía La vida de Charlotte Brontë escrita en 1857 por Elizabeth Gaskell, permaneció muchísimos años escondido en lo alto de una despensa por el viudo de Charlotte, probablemente para que su segunda esposa no lo viera. 

Hoy, el famoso retrato cuelga en una de las paredes de la National Portrait Gallery de Londres. Frente a él, frente a esa imagen que engrandece cada día el culto a las Brontë, la pregunta es inevitable: ¿Cómo sobrevivir a lo impensable?¿Cómo ver morir a las personas que más quieres sin morir uno de pena? 

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© National Portrait Gallery, London

Quizás Charlotte sobrevivió porque encontró refugio y salvación en la literatura, en esa suerte de universo paralelo donde jugaba a ser Dios y dirigía el destino de sus protagonistas para que no mueran y recreen en la fantasía lo que ella no pudo vivir en la realidad. 

Charlotte, la que no podía ni debía escribir, pero, afortunadamente, lo hizo.

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