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Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 9 de septiembre del 2019

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 9 de septiembre del 2019

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Era la niña que cantaba. A la que en el colegio le decían que tenía voz de soprano y la que sorprendía a los invitados de sus padres con actuaciones improvisadas. Le gustaba el charleston y la conga como a las chicas de su edad, pero también se escapaba de casa con su hermano para oír a Carlos Saco Herrera arrancarle un Rosa Elvira al piano. La música no se apoderó de su vida en un momento específico. Siempre estuvo ahí, en el hogar, en los callejones, en el barrio y entre los amigos. 

Chabuca Granda nació entre el fuego y las nubes, en una casa que a los pocos segundos fue devorada por las llamas a más de 4,000 metros de altura. Ahí, en un asentamiento minero ubicado en Cotabambas, Apurímac, “donde no crece ni un trébol”, Chabuca adquirió aquello que más tarde definiría como “una dimensión diferente de mi país”.  Esa conciencia desprejuiciada, horizontal y mestiza del Perú influiría decididamente en su aproximación a la música afroperuana y criolla y, en un plano más íntimo, la desmarcaría de un destino que, para las mujeres de su condición social, solía estar escrito en piedra.   

De adolescente participó en un coro, luego formó un dúo con su amiga Pilar Mujica y más tarde un trío con las hermanas Gibson. A veces se atrevía con algunas rancheras y boleros en solitario, pero un día se cansó de interpretar historias en las que no creía, canciones desesperadas sobre amores sumisos y trágicos que no le tocaban el corazón. Entonces, a partir de los 28 años, se puso a dibujar canciones en los cuadernitos escolares de sus hijos. 

Con su versos, Chabuca inventó una Lima, creó un universo perfumado de magnolias y rociado de mañanitas. Y con eso, como dijo Mario Vargas Llosa, le ocurrió lo mejor que le puede pasar a un artista: “el mundo que inventó en sus canciones sustituyó al Perú real y es a través de aquél que se imaginan o sueñan con la realidad peruana millones de personas en el mundo que no han puesto los pies en nuestro país”.

“¿Qué es hacer una canción?”, le preguntó César Hildebrandt en una entrevista. “Es como escribir una carta. Si no tienes nada que contar, no la escribas”, contestó. Chabuca Granda tenía una mirada que perforaba las capas de la sociedad, de la música y de la gente, una mirada que escurría el alma de las personas y dotaba de vida a los objetos. Escribió un centenar de canciones. Entre ellas, está el tema inspirado en su adorado padre (Fina estampa), en Aurelia Canchari, la cocinera de su infancia (El dueño ausente), en Victoria Angulo (La flor de la canela), en el boxeador Mauro Mina (Puño de oro), en el poeta Javier Heraud (Las flores buenas de Javier, entre otras) o en Violeta Parra (Cardo o ceniza). La temática de sus canciones  -de sus cartas como ella dijo o de su poesía como todos sabemos- rara vez se centraban en sí misma. Su mirada generosa siempre fue hacia el otro.  

"El mundo que inventó en sus canciones sustituyó al Perú real y es a través de aquél que se imaginan o sueñan con la realidad peruana millones de personas en el mundo que no han puesto los pies en nuestro país".

Se atrevió a interpretar sus propios temas cuando estaba por cumplir 40 años, ya divorciada y madre de 3 hijos. Más tarde o más temprano, su talento estalló y fue celebrada también en México, Buenos Aires y Madrid. Sus composiciones han sido interpretadas por Caetano Veloso, Celia Cruz, Joaquín Sabina, Julio Iglesias, Eva Ayllón, María Dolores Pradera, Rubén Blades, Juan Diego Flórez… la lista es inmensa. 

En una entrevista, Chabuca dijo que durante un largo período de la vida dos cosas le inquietaron profundamente: la eternidad y el infinito. Con los años, dijo, perdió el terror que le ocasionaban esas dos palabras como agujeros negros porque concluyó que, en realidad, existía “toda una eternidad para mirar el infinito”. Con esa frase premonitoria, Chabuca rescribió su destino. Su corazón inmenso se quebró a los 63 años, pero su música, envuelta en esos brazos largos con los que abrazaba el aire, vivirá una eternidad. Hasta el infinito. 

 

María Isabel Granda Larco (1920-1983)

© Fotografía Diario El Comercio
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