Un día de 1956, el camión municipal se llevó a Batuque, el perro engreído de Julia Urquidi, la primera esposa de Mario Vargas Llosa. Cuando el escritor se enteró, de inmediato dejó su casa —Porta 183—, y se encaminó hacia el local de la perrera, donde encontró a un grupo de empelados matando a garrotazos a animales abandonados, robados o no reclamados a tiempo por sus dueños. Logró rescatar a Batuque y enrumbó hacia la avenida Alfonso Ugarte; al poco rato se sintió tan descompuesto por la sangrienta barbarie de que acababa de presenciar que se metió a beber algo al primer cafetín que encontró —«cafetucho», lo define él en sus memorias—. Fue ahí donde se le ocurrió un posible inicio para esa novela ambientada bajo la dictadura del general Manuel Odría que desde meses atrás venía pensado escribir. Ese cafetín, que ya no existe, que estaba ubicado muy cerca del puente del Ejército, se llamaba «La Catedral».
Lo que Vargas Llosa pretendía —y a la larga concretó— era reflejar en una ficción cómo vivía la sociedad peruana bajo el régimen de Odría y mostrar, con una persuasiva trama literaria de por medio, los efectos que un gobierno tan autoritario como ese podía desatar en todos los ámbitos de la vida. Su ambición, además, era servirse de su experiencia universitaria, su incipiente militancia política y su trabajo periodístico para que la novela recorriera todos los estratos sociales, desde la cúspide de los empresarios hasta la clase obrera, desde los barrios más acomodados de la capital hasta los más empobrecidos del interior, es decir, ofrecer un mural de la sociedad peruana «con todos sus conflictos, mitologías, prejuicios y resentimientos».
Es probable que esa misma tarde de 1956, en sus cavilaciones en La Catedral, quedaran ya bosquejados los inolvidables personajes de la novela, el Zambo Ambrosio, don Fermín Zavala, Cayo Bermúdez —proyección ficcional de Alejandro Esparza Zañartu, célebre y desalmado director de gobierno de Odría, encargado de las represiones y torturas a los opositores—, y desde luego Santiago Zavala, Zavalita, quien ya en el primer párrafo del primer capitulo se hace aquella pregunta oceánica que, como bien notamos en estos días, sigue resonando en la conciencia nacional: «¿en qué momento se había jodido el Perú?».
Lo que Vargas Llosa pretendía —y a la larga concretó— era reflejar en una ficción cómo vivía la sociedad peruana bajo el régimen de Odría y mostrar, con una persuasiva trama literaria de por medio, los efectos que un gobierno tan autoritario como ese podía desatar en todos los ámbitos de la vida.
Mucho tiempo después Vargas Llosa se sentó a organizar con paciencia esa masa de personajes y episodios interminables. El trabajo le tomó tres años, a lo largo de los cuales se estableció en distintas ciudades, París, Lima, Washington, Londres y Puerto Rico, donde terminó el primer manuscrito, cuyo primer título, por cierto, era «El Guardaespaldas». Según el propio Vargas Llosa, ninguna obra le demandó un esfuerzo parecido; quizá por eso ha dicho que, si tuviese que salvar del fuego uno solo de sus libros, sería este.
Hace cincuenta años, en noviembre de 1969, en medio de otra dictadura (la del general Velasco Alvarado), Vargas Llosa publicó Conversación en la Catedral. La novela se editó en España, apareció en dos tomos bajo el sello de Seix Barral pero recién llegó a librerías peruanas en enero de 1970. Había muchísima expectativa, considerando que la novela anterior, La Casa Verde, había convencido ampliamente a los lectores. En pocos meses se vendieron cerca de cinco mil ejemplares de Conversación en La Catedral, todo un récord. Su recepción generó diversas reacciones, la mayoría entusiastas, aunque lejos de la unanimidad que solo ha conseguido con los años. De hecho, no faltaron los descargos de quienes se sintieron aludidos o directamente retratados en la novela.
Medio siglo más tarde, la novela sigue siendo representativa de nuestro tiempo. Si bien en su momento funcionó como un espejo del lastre social dejado por las dictaduras militares que coparon América Latina, muchos de los problemas que se denuncian en sus páginas no han sido erradicados del todo en el Perú; de allí su vigencia. La sensación de podredumbre reinante y de oportunidades históricas mal aprovechadas continúa viva entre nosotros. Y a pesar de que somos una sociedad bastante más empoderada de lo que era la sociedad peruana cincuenta años atrás, aún se mantiene en muchos peruanos ese pesimismo romántico que dominaba a Zavalita y que lo llevaba a mirar las calles de Lima como a veces nosotros mismos miramos el país. De cerca. Sin amor.
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