Quiero hablar de Franz Kafka sin usar efemérides como pretexto, aunque bien podría hacerlo: el 3 de junio se cumplirán noventaicinco años de su muerte y el 4 de noviembre serán cien del día en que se sentó a escribir su famosa «Carta al Padre». Mi motivo central, sin embargo, no tiene que ver exactamente con su biografía sino con un asunto que desencadenó mi reciente viaje a Praga.
Había estado en la capital checa a los veinticinco años, pero a esa edad fui pensando en pasatiempos noctámbulos, alcohólicos, no precisamente en Kafka. Esta vez, en cambio, hice una peregrinación de fan: visité una de sus varias casas (en el callejón del Oro), su tumba en el nuevo cementerio judío, el laberíntico museo que lleva su nombre a pocos metros del río Moldava, y hasta hice cola para tomarme un ‘selfie’ al pie del contundente monumento levantado junto a la Sinagoga Española, en una de las entradas al barrio judío, donde Kafka aparece montado sobre los hombros de su padre.
Podría escribir veinte columnas con todo lo que vi, aprendí o sentí durante el viaje, pero quisiera concentrarme en «La Metamorfosis», pues volví de Praga con tremendas ganas de releerla. La única vez que lo había hecho fue en el colegio, pero de manera distraída o forzada, no por placer sino por exigencia, y lo único que recordaba de la novela era, como todo el mundo, que el personaje central, Gregor Samsa, había amanecido un buen día, patas arriba, convertido en insecto.
Eso es lo magnífico de ciertos viajes: empiezan en una ciudad fabulosa, se prolongan a través de la biografía accidentada de un artista que admiras, y culminan en las páginas de un libro que necesitabas releer para entender por vez primera.
Se me había olvidado por completo la forma en que se establece la dinámica familiar de los Samsa. Si bien al inicio el padre, la madre y la hermana sienten verdadera compasión por el hermano convertido en bicho, poco a poco, agobiados por su aspecto monstruoso pero sobre todo por las complicaciones domésticas que su presencia genera, van aislándolo en su propia habitación y acaban repudiándolo.
Si hay un tema clave en La Metamorfosis, y en buena parte de la obra de Kafka, es la incomunicación. El escarabajo o cucaracha es una forma alegórica que el autor emplea para sublimar sus propios problemas idiomáticos y culturales: no olvidemos que él hablaba checo en el mundo familiar, pero eligió expresarse literariamente en alemán, quizá por el rigor y claridad de esa lengua. Además, era judío, y los judíos en Praga, como en tantas otras partes del mundo, solían ser objeto de dolorosas discriminaciones. Kafka, pues, tenía un enorme conflicto de identidad y una profunda sensación de aislamiento. Como dice la escritora española Nuria Amat, «era un judío entre los alemanes y un alemán entre los checos».
Por otro lado, resulta obvio que «La Metamorfosis» —publicada en 1919 bajo el título original de «La Transformación»— prefigura ya esos dilemas filiales que cuatro años más tarde Kafka concentraría en la aludida misiva al padre y en otros relatos íntimos recogidos en el volumen titulado «Padres e Hijos».
De esta relectura hay dos escenas que me han emocionado especialmente: cuando el padre de Gregor lo ataca arrojándole manzanas por haber abandonado su dormitorio y puesto en riesgo a la familia; y cuando Gregor, desde su conciencia animal, trata de impedir que se lleven de su habitación los muebles heredados que tan importantes fueron para él en su fase humana.
Eso es lo magnífico de ciertos viajes: empiezan en una ciudad fabulosa, se prolongan a través de la biografía accidentada de un artista que admiras, y culminan en las páginas de un libro que necesitabas releer para entender por vez primera.