Cuando Amelia Earhart nació, en 1898, los humanos llevábamos siglos intentando emular a los pájaros. Desde el pobre Ícaro y sus alas chamuscadas hasta los famosos tratados sobre el vuelo de las aves de Leonardo Da Vinci y todos los pequeños pasos que se dieron después. Es una constante vital querer hacer cosas para las que no fuimos diseñados y Amelia no escapó al deseo de superar algo que apenas unos años atrás parecía imposible: navegar por los aires y así conquistar los cielos.
Amelia fue una niña atípica y traviesa que perseguía ratas con un rifle por los jardines de la residencia familiar en Kansas, Estados Unidos. Sentía un gran amor por el peligro, al punto que un día se lanzó del segundo piso en un artefacto casero que en su imaginación la elevaría a las nubes como a una niña-pájaro.
Un día su padre la llevó a una demostración aérea. Los aeroplanos hacían piruetas en el aire y dejaban una estela de humo que dibujaba figuras imposibles. Amelia, que por entonces tendría apenas 10 años, encontró su vocación en ese mismo instante. “Yo quiero hacer eso”, le dijo a su padre.
A los 20 años se fue a la guerra como voluntaria enfermera, estudió Química y Ciencias Biológicas y al volver de todo aquello retomó su viejo deseo de volar. Se empleó en distintos trabajos, se cortó el pelo, se compró una casaca gastada de cuero, tomó clases de vuelo y por 700 dólares adquirió su primer avión, al que apodó El Canario. Sus padres, algo inusual todavía en estos tiempos, apoyaron su deseo y vocación, incluso ofreciéndole un préstamo económico.
En 1927, Charles Lindbergh realizó el primer vuelo sin escalas de Nueva York a París. Había una euforia colectiva por esos hombres y mujeres que se atrevían a desafiar las leyes de la gravedad y Amelia retomó su interés en realizar una proeza aérea. Cruzar el Atlántico era entonces un reto gigantesco y Amelia no escaparía a esta ilusión. Así lo hizo, pero como pasajera de un hidroplano de tres motores pilotado por dos hombres.
“Descenso lento. Se requiere mucho esfuerzo para que no me duelan los oídos. Estamos a 5,000 metros. Clima terrible. El agua se escurre por las ventanas. El motor de babor tose. Parece que los motores se cortan”, escribió en la bitácora que luego publicaría con el título de 20 horas y 40 minutos, que es el tiempo que tardaron en cruzar un océano.
En esa oportunidad ella nunca tomó los mandos, pero igual las marcas querían auspiciarla y la prensa del momento le puso los focos encima. “La mejor aviadora del país”, “Más parecida a Lindbergh que el propio Lindbergh”, decían de ella. Pero Amelia necesitaba realizar su propia hazaña. Seis años después se convirtió, ahora sí, en la primera mujer en cruzar el Atlántico en solitario.
“Descenso lento. Se requiere mucho esfuerzo para que no me duelan los oídos. Estamos a 5,000 metros. Clima terrible. El agua se escurre por las ventanas. El motor de babor tose. Parece que los motores se cortan
“Las mujeres deben intentar hacer cosas como lo han hecho los hombres. Y cuando fallen, su fracaso no debe ser sino un reto para otras”, dijo.
Lo que vino después forma parte del mito Earhart. En su intento por dar la vuelta al mundo, el 2 de julio de 1937, cuando volaban de Nueva Guinea a la isla de Howland, ella y su copiloto perdieron el contacto. Nunca más se supo de ellos ni se encontró ningún resto del avión Lockheed Electra. La aventurera tenía 39 años.
Desde entonces se ha especulado mucho sobre el paradero de la nave y sus tripulantes. A las pocas horas de su desaparición se organizó una búsqueda millonaria, pero infructuosa y, en ese mismo momento, nació un interés planetario por el paradero de Earhart. Se dijo que había sido capturada por los japoneses, que sobrevivió con una falsa identidad o que vivió como naufraga en la isla de Nikumaroro. En 2012, la National Geographic Society organizó una búsqueda a cargo de Robert Ballard, quien en 1985 había encontrado el Titanic en las profundidades del océano. No sería la última. 83 años después de su desaparición, el misterio y la fascinación por Amelia Earhart siguen en el aire.
Amelia Earhart (1898 – 1937)