Suele ser recordada únicamente por sus amores: su primer beso con el pintor Gustav Klimt, sus matrimonios con el compositor Gustav Mahler, el arquitecto Walter Gropius y el escritor Franz Werfel o su romance extramatrimonial con otro pintor, Oskar Kokoshka, que la inmortalizó en ese famoso cuadro llamado La novia del viento, donde aparecen abrazados en un bote a la deriva.
Alma Mahler -nacida Alma Schindler- fue mucho más que una coleccionista de celebridades. Sin embargo, más de 50 años después de su muerte, sigue siendo recordada por encarnar las dos caras de una misma moneda: musa y mujer fatal, amada y odiada a partes iguales.
Sobre el despliegue de sus conocimientos y encantos, Klimt se preguntaba en una carta: “¿Crees de veras que es fácil permanecer indiferente hacia ella? ¿Acaso no la admira todo el mundo? ¿No la quieren todos?”
¿Quién fue en realidad esta mujer testigo de prácticamente todo el siglo XX, con sus guerras y transformaciones, con la destrucción y correspondiente nacimiento de otras formas de vida? ¿Por qué se le recuerda por haber sido la pareja del genial compositor y director del que heredó el apellido y no por sus méritos propios?
Alma, fue, en su infancia, una niña que -a diferencia de las mujeres de su generación- antepuso la realización intelectual y artística a la búsqueda de un marido con quien pasar el resto de su vida. Lectora y melómana desde pequeña, su padre – el pintor Emil Schindler- la mantuvo en el círculo de intelectuales que bullían en la Viena de principios de siglo. Ya desde entonces encantaba con sus conversaciones y seducía con su talento para la música.
Ella, que sentía devoción por Emil, quedó herida de fatalidad tras su muerte. Tanto así que una de sus biógrafas más exhaustivas, Susanne Keegan, dijo que la muerte del padre “privó a Alma de su prototipo masculino. Arrancó de cuajo sus raíces emocionales y señaló el comienzo de su determinación de hallar un modelo heroico para sustituirlo”.
Estudió música con el maestro Alexander von Zemlinsky, quien alabó sus composiciones a pesar de “las limitaciones de ser una mujer”. Se enamoró de Mahler, 20 años mayor que ella, en un momento en el que, según escribió en su diario, “vivía solo para mi obra, y me retiré de todas las actividades sociales, aunque podría haber sido la reina en cualquier baile que hubiese elegido”.
Antes de contraer matrimonio Mahler le escribió una carta cuestionando su “deseo de seguir siendo ella misma”. Refiriéndose a un futuro matrimonio entre dos músicos, le preguntó:“¿Tienes alguna idea de lo ridícula y degradante que llegaría a ser una relación tan peculiarmente competitiva?”.
Así fue como Alma renunció a la música para casarse con la persona que lastraría su carrera.
Al cabo de unos años, Alma se enamoró del fundador de la Bauhaus, Walter Gropius, y Gustav -hundido en la miseria- visitó a Sigmund Freud en la búsqueda de un consuelo que, por supuesto, no encontró. Para reconquistarla quiso dedicarle su Octava sinfonía y ella no aceptó. Mahler falleció a los pocos meses.
La vida continuó su curso, pero Alma no volvió a tocar el piano ni a encontrar un orden en las notas musicales. Pasado el tiempo destruyó buena parte de su correspondencia con Gustav y hay quienes dicen que editó y falsificó muchas otras cartas para confeccionar una imagen más poderosa y autosuficiente.
El misterio, llamado el “Problema Alma” entre los investigadores y biógrafos, sobrevivirá al tiempo. Ya nunca podrá conocerse la verdadera intimidad de una pareja de creadores: el pulso entre la frustración de Alma y los éxitos de Gustav. Tampoco se puede adivinar hasta qué punto su carrera como compositora podría haber despegado en una sociedad con tan pocas oportunidades para las mujeres.
El resto de su vida lo dedicó a la búsqueda de ese modelo heroico en tantos amores que, a la larga, también caducaron. Nunca traicionó su sentido de la libertad. En su testamento dejó escritas las piezas que se interpretarían en su funeral. Por cierto, ninguna de ellas fue de Gustav Mahler.
Alma Mahler (1879 – 1964)