Fundación BBVA Perú
imagen

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 16 de septiembre del 2022

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 16 de septiembre del 2022

Comparte en:

“Buma, Flora, Blímela, Alejandra, Sasha: cinco nombres para un mismo desamparo”. Así comienza Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito, escrita por Cristina Piña y Patricia Venti. En el 50 aniversario de su muerte, esta nueva publicación intenta componer el rompecabezas que la poeta argentina dejó en cartas, cuadernos, borradores, dibujos y anotaciones a pie de página antes de quitarse la vida con un puñado de pastillas de Seconal sódico. 

Sobre todo esos nombres se sabe que Alejandra Pizarnik, hija de europeos orientales judíos que escaparon de la guerra con el trauma a cuestas, nació Flora, aunque en casa la llamaban Buma. En las clases de yiddish le decían Blímela, pero ella, en cambio,  se hacía llamar Alejandra y, más adelante, Sasha.  

Los sucesivos nombres podrían haber representado su deseo de ser otra, alguien mejor o simplemente diferente, alguien que tuviera el poder de escapar de sí misma, de esas pesadillas que la atormentaban y de ese sufrimiento y oscuridad que no por proyectar en su escritura dejó de sentir de manera intensa en la realidad. 

“¿He tenido yo una infancia? No, creo que no. No tengo ni un recuerdo bueno de mi niñez…el solo hecho de recordarla me cubre de cenizas la sangre”, escribió en su diario, en 1958, cuando tenía 24 años. Las autoras de su reciente biografía sostienen que pudo existir un caso de abuso temprano que la dejó marcada para siempre. 

“Llevaba el pelo muy corto, castaño. Fumaba desde los 15 años…Había empapelado su habitación con fotos de revistas y pintado una pared de negro. Escuchaba ópera y a Edith Piaf. La preocupación por su físico la torturaba”, escribe Mariana Enríquez en el libro Los malditos.  

“Llevaba el pelo muy corto, castaño. Fumaba desde los 15 años…Había empapelado su habitación con fotos de revistas y pintado una pared de negro. Escuchaba ópera y a Edith Piaf. La preocupación por su físico la torturaba”

Sin embargo, logró huir de sí misma a través de la literatura, una forma de búsqueda, pero un mecanismo de evasión temporal. Se inscribió en la escuela de periodismo y en la Facultad de Filosofía y Letras. 

“He de escribir o morir”, decía.

En efecto, escribió para vivir y lo hizo con lápices de colores y en cuadernos que adoraba. Lo hacía con obsesión, trabajaba hasta 14 horas diarias. Publicó su primer libro, La tierra más ajena, en 1955, pero fue Árbol de Diana (1962) el poemario que la conduciría a una especie de olimpo.

has construido tu casa / has emplumado tus pájaros / has golpeado al viento / con tus propios huesos / has terminado sola / lo que nadie comenzó

Su amigo Octavio Paz escribió el prólogo del libro y le abrió las puertas del mundo: 

“Árbol de Diana de Alejandra Pizarnik. (Quím.): cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas. El producto no contiene una sola partícula de mentira. (Bot.): el árbol de Diana es transparente y no da sombra. Tiene luz propia, centelleante y breve”.

Alejandra no contenía, como dijo Paz, una partícula de mentira. Anotaba todo en sus diarios. Vivía atrapada en sus propios demonios, en oscilaciones de ánimo, en depresiones profundas, angustias y episodios de ataques de pánico.  

Las autoras de Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito tuvieron acceso a los papeles privados de la escritora, que fueron vendidos a la Universidad de Princeton en 1999, así como a una gran cantidad de textos inéditos y a testimonios de amigos y parientes que ofrecen nuevas interpretaciones sobre su vida, amores y pesares.

“Sé, de una manera visionaria, que moriré de poesía. Es una sensación que no comprendo perfectamente; es algo vago, lejano, pero lo sé y lo aseguro”, escribió Alejandra.

“Sé, de una manera visionaria, que moriré de poesía. Es una sensación que no comprendo perfectamente; es algo vago, lejano, pero lo sé y lo aseguro”

Su legado es enorme considerando su breve paso por la vida. Además de un diario de más de mil páginas, escribió relatos cortos y libros como Extracción de la piedra de la locura, El infierno musical, La condesa sangrienta o Pequeños cantos. 

Al quitarse la vida, a los 36 años, dejó una perturbadora nota: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. Sus restos descansan en el cementerio de La Tablada de Buenos Aires, donde su foto ha sido robada al menos 7 veces. El misterio de sus frases y de su propia existencia reaviva cada cierto tiempo el deseo de leerla, de saber más sobre ella, de tocar las palabras que fueron suyas. 

Alejandra Pizarnik, 50 años después de su muerte, sigue despertando pasiones y formulando preguntas incontestables, como aquella que figura en el texto  Sala de psicopatología y que, tal vez, se planteó a lo largo de toda su vida:

“abrir se abre

pero ¿cómo cerrar la herida?”.

Alejandra Pizarnik (1936 – 1972)

Comparte en:

TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR