En un teatro en Londres, un grupo de actores ingleses realizan la lectura dramatizada de una obra. La obra cuenta la historia de una familia de clase alta, en una playa de una lejana ciudad llamada Lima, que maltrata a una sirena chola que agoniza en la orilla del mar. El padre de familia, un empresario inescrupuloso, convencido de su poder de torcer la justicia a su favor, maltrata a su mujer y a su empleada, discrimina a su hijo gay y es indiferente al sufrimiento de la sirena.
El público londinense escucha el texto con perplejidad, y se siente muy lejos de ese extraño país. Para ellos, es inimaginable que haya personas, aún en el siglo XXI, que accedan a una educación privilegiada y a pesar de eso puedan comportarse de una manera tan cavernaria. Sólo Trump acude como referente para ellos. La sirena les hace acordar a los inmigrantes sirios que encuentran el rechazo y la muerte llegando a nado a las orillas de países europeos; pero a los abusadores y cínicos propietarios de esa ficticia playa limeña no los reconocen más que como a los parientes no reconocidos del inefable presidente norteamericano. Yo, la autora de esa obra, profundamente agradecida e incrédula de que mis personajes tengan la oportunidad de contar su historia en una ciudad como Londres, tan inaccesible para los hispanoamericanos, no sé cómo podría explicarle a ese público inglés que la obra no exagera en el retrato que hace de mi país. La terrible historia que muestra es sólo una tímida metáfora de la realidad peruana. Porque la realidad es peor.
En mi país acaban de morir dos mujeres quemadas, una tras otra, y antes de ellas hubo varias más que ardieron por culpa de un hombre que cree que la mujer es su propiedad.
En mi país acaban de morir dos mujeres quemadas, una tras otra, y antes de ellas hubo varias más que ardieron por culpa de un hombre que cree que la mujer es su propiedad. Y a los pocos días, cuando todavía huele a piel quemada, se han difundido los audios de un juez negociando la pena de un violador de una niña de 11 años, y muchos atacan al medio periodístico que hizo la denuncia en vez de irse contra el juez. Cualquiera de estas cosas separadas harían estallar un gobierno del primer mundo, pero en mi país la población observa perpleja la monstruosidad sin hacer nada, como los personajes de la pequeña obra que el público escucha sorprendido, personajes poderosos que viven de un aparato corrupto y cínico destruyéndolo todo con total impunidad. En mi país esto pasa y luego se olvida, porque aparece otra denuncia, y otra más, y entre tanta mujer quemada, golpeada, violada, tantos jueces y políticos enfermos de corrupción y maldad, vemos agonizar a esa sirena, la dejamos morir en la orilla del mar. Hasta que nuestra indignación sea tan grande que tome forma de una ola furiosa e impía, que caiga sobre todos nosotros como un manotazo divino y justiciero, y tengamos que volver a empezar.