Eran tres hermanas. Su madre había muerto, sus dos hermanas mayores también. El padre, un vicario retorcido, las maltrataba, y depositó todas sus esperanzas en el único hijo hombre de la familia, un poeta maldito que terminó muriendo en alcohol por no soportar el peso de las expectativas familiares. Las tres hermanas no soñaban con ir a Moscú, como las de Chejov, sino ser escritoras. En pleno romanticismo victoriano, escribieron poemas y los publicaron en un libro con seudónimos masculinos. Como no vendieron casi nada, decidieron apostar por la narrativa. Se propusieron escribir un libro cada una. Las imagino a las tres en la única salita de la casa, sentadas en la mesa de comedor, junto a la chimenea; escribiendo esos tres libros al mismo tiempo. Un milagro de la humanidad en un páramo alejado de Inglaterra en el siglo XIX. Las mujeres no accedían ni siquiera a la educación, mucho menos escribían. Y si osaban escribir, no podían hablar de temas como violencia doméstica o alcoholismo. Y en una casita rural de Yorkshire, rodeada de tumbas y paisajes desolados, tres mujeres le ponían palabras al mundo que les tocó vivir.
Si estas hermanas hubieran nacido en la Inglaterra de ahora y hubieran recibido una educación universitaria, si no hubieran tenido que luchar contra la percepción que el mundo tenía sobre ellas por ser mujeres, ¿qué hubieran sido capaces de escribir?
Los libros de las dos mayores pasaron a la historia. La mayor, Charlotte, escribió “Jane Eyre”, el primer escalón protofeminista, bajo el seudónimo de Currer Bell. Cuando le manda el manuscrito al editor, Charlotte le escribe: “Desearía que no pensara en mí como una mujer. Desearía que todos los críticos creyeran que Currer Bell es un hombre, serían más justos con él. Continuará usted midiéndome con algún rasero de lo que considera que es propio de mi sexo”. “Jane Eyre” tuvo un éxito inmediado, aunque luego algunos, como D. H. Laurence la consideraron “pornográfica”. La tímida Emilie, por su lado, le regaló a la humanidad ese meteorito que es “Cumbres Borrascosas”. Emily tradujo autores importantes, como Virgilio; nunca quiso casarse ni tener contacto con gente fuera de su familia. En “Cumbres Borrascosas”, Emily puso toda su rabia de mujer discriminada en un personaje masculino, el feroz Heathcliff, un moro que crece en el desamparo y dedica su vida a subvertir el orden del mundo que le tocó. La novela se puede leer como una crítica al patriarcado, aunque no llega a cuestionar el matrimonio como único destino de la mujer. Cuando publicó la novela, la crítica (masculina, obvio) la consideró inmoral y salvaje. Un año después de publicar esta novela magistral, Emily murió de tuberculosis. Su hermana Anne murió al año siguiente. Charlotte les sobrevivió siete años más, pero sólo llegó a los 38 años, la edad en que murió su madre.
Si estas hermanas hubieran nacido en la Inglaterra de ahora y hubieran recibido una educación universitaria, si no hubieran tenido que luchar contra la percepción que el mundo tenía sobre ellas por ser mujeres, ¿qué hubieran sido capaces de escribir? Hoy, aunque las conquistas feministas nos han puesto en una situación muy distinta a las mujeres, todavía luchamos contra estereotipos de género que nos limitan, y sin embargo en las cimas de la literatura gobiernan escritoras como Joyce Carol Oates, Samanta Schweblin o Chimamanda Gnochi Adichie. Cuando exista una verdadera equidad, cuando las mujeres crezcan sin ninguna autopercepción de inferioridad y no tenga que pelear contra los prejuicios que aun se ciernen sobre su género, ¿qué harán esas escritoras? ¿Qué paredes que hoy consideramos indestructibles se llevarán abajo las futuras Bronté?