Después de 15 años, La Plaza ha vuelto a montar “Un misterio, una pasión” de Aldo Miyashiro; y nos ha hecho recordar por qué la obra gustó tanto en su estreno. El director Juan Carlos Fisher tiene la experiencia y el talento necesarios para impedir que a una obra del 2003 se le noten las polillas: ha limado las asperezas, ha elevado las escenas grupales a altísimas intensidades, ha elegido un buen elenco (pese a que el elenco original era casi perfecto y muy recordado), y sobre todo ha aprovechado al máximo los altísimos picos de emoción y ternura que tiene la obra, prestando atención a no empalagar. El tema del infierno de las barras bravas y el trágico camino de un niño desamparado hacia la destrucción hubiera podido desembocar en una obra cínica y gratuitamente violenta. Pero el joven dramaturgo lo enfocó con el corazón abierto, con esa mezcla de ingenuidad con profundidad que caracterizó sus primeras obras: Miyashiro parece haber creado a sus personajes llorando. La mirada compasiva que le otorga a cada uno de sus personajes los humaniza, los acerca al público, los embellece. El mundo que retrata es un lodazal del que todos tratan de salir; casi siempre hay que hundir al otro para poder respirar. Por el imperio de la ternura, el humor sencillo, y los trazos gruesos en la composición de algunos de los personajes y situaciones, podría parecer una historia algo concesiva para un público masivo y familiar, si no fuera porque las escenas violentas sacan a los niños y a las almas delicadas de la sala.
Sí: la obra se excede, se disfuerza, resbala en lo naif; pero quema como agua hirviendo en carne viva. La dramaturgia es derrochadora, impúdica en su sentimentalidad, pero plagada de atributos difíciles de encontrar en el teatro de hoy.
Sí: la obra se excede, se disfuerza, resbala en lo naif; pero quema como agua hirviendo en carne viva. La dramaturgia es derrochadora, impúdica en su sentimentalidad, pero plagada de atributos difíciles de encontrar en el teatro de hoy. Quizá su defecto más visible sea la pobreza en composición de personajes femeninos (las mujeres sólo existen en tanto que son salvadoras o víctimas de los hombres), tal vez porque la obra es una celebración y a la vez una crítica a la masculinidad que excluye del juego a las mujeres. Pero hay mu chas razones para volver a poner una y otra vez esta obra. Una de ellas es que tiene una de las escenas más conmovedoras de la dramaturgia nacional: la conversación especular entre Yutay y el Nene, dos hombres rechazados por el mundo que encuentran en el otro el espejo de su propia soledad. Otra es porque la obra es un espejo estremecedor de nuestro país: un país que maltrata a sus niños, que les llena el alma de oscuridad y los convierte en adultos desesperados, acostumbrados a vivir permanentemente en una lógica de guerra. El final duele hasta los huesos, y nos dejaría totalmente desamparados si no fuera porque, como en Hamlet, hay uno en esa historia que se salva para contarla. Y hay que ir a escucharla a La Plaza, que cierra con esta obra un excelente año de pura dramaturgia nacional.