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Mariana de Althaus
Dramaturga

Publicado el 29 de noviembre del 2018

Mariana de Althaus
Dramaturga

Publicado el 29 de noviembre del 2018

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A mis talleres vienen muchas personas que tienen una historia que les ahorca el cuello. Especialmente a mis talleres de dramaturgia testimonial, pero también a los otros, llegan alumnos luego de un largo camino de sobrevivencia, a tratar de ponerle palabras a la pequeña batalla personal que han enfrentado en la vida. Desde #NiUnaMenos, por ejemplo, en cada taller tengo por lo menos dos o tres mujeres, a veces también hombres, que han sido abusados o violentados. Son testigos de la crueldad del mundo que han encontrado recursos emocionales o personas que los han salvado; y que, gracias a eso, han llegado enteros al taller, listos para escribir su historia. No todos se convertirán en escritores o dramaturgos, claro. Para escribir se necesita distancia, una mirada particular, cierta habilidad, y disciplina; y sólo algunos reúnen estas características. Pero no importa, el taller es un lugar de desahogo, de experimentación, de juego, que da algunas herramientas para empezar a sacar de adentro preguntas y miedos nunca formulados. Tennessee Williams admitía que para él sus obras eran una suerte de psicoterapia que le permitía liberar sus tensiones, y pensaba que lo que más motivaba a los escritores es “su vocación desesperada de encontrar y distinguir la verdad del complejo de mentiras y evasiones en que vivimos, ese impulso hace que su obra no sea tanto una profesión sino una vocación, una autentica llamada”. Veo esa urgencia en mis alumnos, que vienen a mi taller y escriben textos valientes como bomberos que rescatan hombres heridos del fuego. “Yo escribo como quien se pone a llorar” decía Bernard Marie Koltés. Vivimos en un mundo tan hostil, las palabras hipócritas se disfrazan de cordialidad; y la honestidad está amonestada. Solo nos queda un espacio, un pequeño territorio liberado de la mentira: la literatura y el teatro viven ahí.

Solo nos queda un espacio, un pequeño territorio liberado de la mentira: la literatura y el teatro viven ahí.

El otro día compré un libro que reunía las respuestas a aspirantes a escritores que mandaban sus textos a una revista. Las respuestas las escribía una gran poeta que ganó un Nobel, y eran de un cinismo atroz. Con un estilo “ingeniosillo” que pretendía ser gracioso, la poeta se burlaba de esas señoras, de esos jóvenes, de esos viejitos que, venciendo seguramente muchas autocensuras e inseguridades, habían enviado sus textos con la ilusión de recibir algún elogio, o al menos ánimos para seguir escribiendo. No me divirtió nada el libro, sólo me entristeció el aprovechamiento de un poder para el maltrato.

Es muy fácil burlarse de un aspirante a artista. Es flojo. Es inútil. Sólo demuestra nuestra pequeñez. Cada uno señala la parte del cuadro que lo refleja. Es mucho más difícil encontrar algo bello, verdadero, útil en el trabajo de los otros, y tratar de transmitirlo con generosidad. Inspirar es una tarea laboriosa a la que hasta algunos artistas ilustres renuncian. Recuerdo que una vez, en una de mis primeras obras, invité a Sara Joffré y le pedí su opinión. Ella me escribió una carta a mano en la que criticaba con cuidado y elogiaba con mesura mi obra. No tenía por qué hacerlo, no era mi profesora, pero su generosidad la hizo esforzarse por encontrar las palabras adecuadas para alentar mi carrera. Ahora, cuando yo leo un texto de alguien que pretende ser escritor y está lejos de lograrlo, siento una responsabilidad. Si no me pide su opinión, me callo. Si me la pide, entonces tengo una oportunidad para ayudarlo, o simplemente animarlo a seguir intentándolo. Porque la palabra es una conquista, un derecho que nuestras circunstancias a veces nos niegan. Porque la palabra es la única forma de sanar, de comprender, de escapar de la soledad. Una de las cosas que más agradezco es tener el privilegio de acoger, una o dos veces a la semana, a un grupo de hombres y mujeres que vienen con sus historias y sus textos, llenos de pudor pero dispuestos a mostrar su fragilidad y a enfrentarse valientemente al juicio ajeno. Tratar de ayudarlos a encontrar las palabras y las formas de decir lo que quieren decir, aunque a veces sea difícil, es una suerte y un desafío que trato de cumplir con cuidado y con respeto. Como me enseñaron mis maestros.

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