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Mariana de Althaus
Dramaturga

Publicado el 20 de diciembre del 2018

Mariana de Althaus
Dramaturga

Publicado el 20 de diciembre del 2018

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Hace dos meses recibí un mensaje en mi página pública de Facebook. Era de una mujer. El mensaje decía: “Buenas tardes Mariana, quisiera poder conversar contigo. No sé si te acuerdes de mí. La última vez que nos vimos tú tenías unos 13 o 14 años. ¿Te acuerdas de tu nana, Elvira?”. Se me heló la sangre. Hace años que mi hermana y yo extrañábamos a Elvira, la señora que nos había cuidado de niñas, y casi habíamos perdido las esperanzas de encontrarla. Recordábamos muy bien que tenía una hija un poco menor que nosotras, pero no se llamaba Edith, como la mujer que me estaba escribiendo. Pensé que era una amiga de mi infancia. Medio confundida, le respondí: “Hola Edith. Disculpa mi mala memoria, ¿dónde nos conocimos?”. Empezó a decirme cosas de mi mamá y mi hermana, y de pronto le interrumpí: “Edith, ¿eres la hija de Elvira?”. Y ella me dijo que sí. Era Jessica.

Hace seis años hice una obra en la que una sirena serrana agonizaba en una playa limeña, mientras una familia acomodada se debatía entre ayudarla y explotarla. La hija y la empleada de la familia trataban de salvar a la sirena. A la empleada le puse de nombre Elvira. Era mi manera de rendirle homenaje, aunque no me escuchara. De traerla de vuelta, también, de tirar una botella al mar. Era mi manera de salvarla, y de que ella me salve a mí, aunque sea en una rabiosa obra de teatro.

Quedamos en encontrarnos. Iba a ser una sorpresa. Jessica me contó que Elvira tenía guardada una foto en la que salíamos las tres. En ella, Elvira, una jovencita de 23 años, carga a dos niñitas: a mi hermana de un año y medio, y a mi, de casi tres años. Ella guardaba la foto en un lugar especial y a veces la miraba con nostalgia. Jessica había tratado de buscarnos en varios momentos, para darle una alegría a su mamá. Finalmente me había encontrado en Facebook, pero Elvira no sabía nada.

Su atención, su cariño, su risa y su pena construyeron parte de lo que somos mi hermana y yo. Estamos hechas con un poco de ella.

Cuando llegué al centro comercial donde quedamos en encontrarnos, esperé durante varios minutos, un poco nerviosa. Llegó Jessica y me dijo que Elvira estaba esperándola al frente (creía que iba acompañar a su hija a una cita médica). Cruzamos la pista, y cuando estaba a unos metros de ella, la vi. Me acerqué. Ella me miró unos segundos, incrédula, tratando de reconocer en mi cara a esa chica de 14 que ella dejó de ver hace 30 años. “Elvira, soy Mariana”, le dije. Su rostro cambió. “¡Marianita!”, dijo, casi con pena. Nos abrazamos.

Elvira nació en Ayacucho. Cuando todavía era una niña, su madre la llevó a Nazca, para alejarla de un padre violento. La dejó a cargo de una señora que felizmente la trató bien, le enseñó a leer, a trabajar y a cuidar a los demás. A los veinte años se vino a la capital, y entró a trabajar a nuestra casa. Ella recuerda que mi mamá, mientras nos criaba y estudiaba en la Universidad, tejía chompas con una tejedora eléctrica para cubrir los gastos del hogar. Elvira dice que empezó a darse cuenta cómo crecían las personas cuando empezaban a estudiar.

Un tiempo después de que dejó de trabajar con nosotras, le perdimos el rastro. Su esposo murió poco después, y se quedó sola con dos hijos, en medio de la pobreza y el desamparo en que crían millones de mujeres a sus hijos en este país. Levantó una casa de madera en medio de un arenal, y siguió trabajando para sacar adelante a sus hijos. Su hija ahora es una valerosa mujer, madre soltera, que trabaja duro por su hija, una niña inteligente y responsable. Su hijo también es un joven bueno y trabajador. Elvira sigue trabajando como empleada doméstica. En todos estos años vivimos en la misma ciudad, sin saber nada la una de la otra. Mi hermana y yo nos volvimos mamás, y ella se volvió abuela. La vida le puso todas las pruebas, y ella las pasó.

Luego del primer reencuentro, nos hemos juntado dos veces más, con mi hermana y mi mamá, con su hija y su nieta. Hemos recordado esos años en que estuvimos juntas, las travesuras, las anécdotas, las crisis, las cosas que se perdieron en el camino, lo que quedó intacto. Su atención, su cariño, su risa y su pena construyeron parte de lo que somos mi hermana y yo. Estamos hechas con un poco de ella. Verla de nuevo es como recuperar una parte de una foto que se perdió durante mucho tiempo. Al pegar esa parte, la foto tiene más sentido. Me da rabia no haber estado con ella cuando más nos necesitó. Pero ahora la botella que lancé ha llegado a sus manos, y no vamos a permitir que se vuelva a perder.

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