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Mariana de Althaus
Dramaturga

Publicado el 3 de julio del 2018

Mariana de Althaus
Dramaturga

Publicado el 3 de julio del 2018

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Hace poco recibí un correo de mi colegio. Estaban pidiendo a sus “más representativos ex alumnos” que hagamos un video saludando a la institución por su aniversario.

Yo no les contesté, aunque tuve la tentación de hacerlo. No iba a ser cordial. Porque recordé inmediatamente aquella vez en que nos tomaron una prueba de razonamiento verbal y matemático, y como yo saqué buen resultado, me citaron en la oficina del profesor para que confiese de quién me había copiado. Yo no supe qué responder, porque no me había copiado de nadie y la primera sorprendida con los resultados era yo. Estaba tan sorprendida como ellos porque me habían hecho sentir, durante todos esos años de pobre desempeño académico, que yo era tonta. Y recordé también que, cuando yo ya estudiaba en la Universidad (adonde ingresé gracias a una buena academia pre universitaria) y ya era actriz, a Roberto Ángeles, mi profesor de actuación, le ofrecieron el trabajo de profesor de teatro de mi colegio. El rechazó la oferta, pero me propuso a mí como su reemplazo. Nunca me llamaron. Roberto no lo podía creer, a él le parecía (para mi sorpresa), que yo estaba perfectamente capacitada para enseñar. En su mirada, en la fe que mi maestro de teatro puso en mí desde el principio, y gracias a que mis padres nunca me miraron con desaprobación, yo recuperé la autoestima poco a poco.

En todos los colegios hay niños sometidos a un régimen académico que los hace sentir menos por no cumplir con los modelos de éxito de un sistema que busca la estandarización y teme o desprecia la diferencia.

En todos los colegios hay niños sometidos a un régimen académico que los hace sentir menos por no cumplir con los modelos de éxito de un sistema que busca la estandarización y teme o desprecia la diferencia. Niños que crecen con una imagen devaluada de sí mismos porque solo ven decepción e incomprensión en los ojos de sus maestros y padres. Muchísimos de los escritores, artistas plásticos, filósofos y músicos que admiramos hoy tuvieron que sobreponerse a una mirada negativa de su entorno y juntar el doble de voluntad para sacar adelante un sueño en el que nadie creía salvo él. Felizmente hay algunos pocos maestros que saben mirar a sus alumnos más allá de sus notas, y encontrar en su especificidad un talento que está oculto bajo un montón de etiquetas negativas y de frustración. Como el profesor que tuvo el escritor francés Daniel Pennac, que un día salvó a su desastroso alumno liberándolo de exámenes y exigiéndole escribir una novela. En su libro “Mal de escuela”, el escritor analiza este problema en la educación tradicional: «Todo nace de una primera incomprensión, provocado por la timidez, el azar o cualquier otra causa. Y se acumula y se interioriza. Te dices a ti mismo que eres idiota, un cretino, que no hay nada que hacer contigo. Si te consideras idiota entonces quedas liberado de cualquier esfuerzo. Lo tuyo es irreparable. Luego, a partir de 1969, cuando empecé a trabajar como profesor de alumnos de bachillerato, nunca me topé con ningún muchacho idiota. Los padres pueden, podemos ser idiotas, la televisión, los libros, los grupos, pero los niños no lo son.” Miremos a nuestro alrededor, fijémonos si no tenemos un hijo, un sobrino, un alumno que vive con el estigma del “tonto” o del “rebelde” o del “flojo”, y ha sido condenado por su entorno como un candidato al fracaso. Acerquémonos a él, valoremos sus talentos al margen de los criterios tradicionales, y ayudémoslo a descubrir su lugar en el mundo.

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