Hannah Gadsby se ha reído y ha hecho que los demás se rían de sus anécdotas de lesbiana durante diez años. Es una comediante muy exitosa, pero un día hace un show al que titula “Nanette” y declara que será el último de su carrera.
Lo hace frente a un auditorio de miles de personas, expone sus razones para parar, confiesa su dolor, el daño que le hicieron, incluso gente de su familia. Explica que hacer humor a partir de sus heridas no le ha servido para sanar. En el público está su madre, probablemente a punto de desmayarse. La escucha desafiar al mundo, meterse con todos, declarar que no volverá a contribuir con un chiste más a las toneladas de humillaciones que ha recibido como homosexual. El show de Netflix se hace viral, todo el que lo ve cae derribado por su lucidez. El mundo es un poco menos malo después de “Nanette”, tal vez si todos tuviéramos un poco de la coherencia de Hannah Gadsby, algo en la parte buena del alma nos resucitaría.
El mundo es un poco menos malo después de “Nanette”, tal vez si todos tuviéramos un poco de la coherencia de Hannah Gadsby, algo en la parte buena del alma nos resucitaría.
Si tuviéramos la capacidad de decir basta, detenernos en la mitad del camino para preguntarnos si hemos tomado la ruta correcta, y virar hacia lo desconocido. Si tuviéramos la valentía de dejar a esa pareja que nos humilla, renunciar a ese trabajo que nos oprime, romper con ese vínculo que nos daña. Si fuéramos capaces, por ejemplo, de quebrar la armonía de un almuerzo familiar y pararnos de la mesa cuando un pariente hace un comentario hiriente contra nuestro género, nuestra raza, nuestra orientación sexual. Si tuviéramos la valentía de poner en riesgo la diversión de una reunión con los amigos para decirle al tipo que nos ofende que no, que no nos da risa ese chiste, que nos hace daño. Si pudiéramos hacer caso omiso de la moda si nos incomoda, lucir un aspecto opuesto al que el mundo impone. Si nos propusiéramos dejar de hacer “lo que se espera de nosotros” si no nos aporta, si nos hace daño, si nos anestesia. Si fuéramos capaces de perder amigos, premios o dinero por ser coherentes. Decir lo incorrecto, ser radicales, empotrar nuestra carrera contra la pared si sospechamos que nos estamos traicionando. Si todos fuéramos tan coherentes, quizá la estupidez, el miedo y la maldad estarían acorraladas. No todos podemos ser Hannah Gadsby. No todos tenemos su brillantez y su coraje. No todos tenemos ahorros para saltar al vacío. Pero podemos elegir un flanco, una pequeña batalla, un espacio de resistencia que nos salve de la mediocridad. Que nos separe del rebaño, que nos inspire. Podemos subirnos al escenario de nuestra vida, alzar la voz, y empezar a mirar de nuevo.